Sus primeras cascaritas las jugó en “Las bombas”, un terreno de la Unidad Habitacional Lindavista en el que aún están intactas dos bancas que servían a los equipos. «Ahí me enamoré por primera vez.»

—¿De quién?

—Mónica, hermana de mi amigo Willy. Se asomaba por su ventana, desde donde sólo se veía la portería. Era portero con tal que me viera. Para lucirme me aventaba aunque fuera al lado contrario del balón. Terminaba sangrando, no me importaba romperme la cabeza.

—¿Y luego?

—Willy me decía dónde voltear para que no me tocara cachetada y me tocara beso. Se casó y nos dejamos de ver. Anhelaba que me viera en la tele.

Rubén jugaba futbolito en una tienda de por ahí. «Era un gandalla —acepta—: primero me dejaba ganar y luego apostaba de a reloj. Me volví coyote.»

—¿Coyote?

—Estafador. Alguien tan bueno en algo que hace creer a los demás que es un güey. Y a la mera hora se queda con su lana.

Con lo ganado, aquel chavo de pelo largo nacido en 1960 viajaba hasta el América, a donde había entrado a los 14 años. Su padre, Juan, ferrocarrilero y ex boxeador, se oponía a la vocación del menor de sus cinco hijos. «Por su pasado en el box —explica Rubén— decía que el deportista no era eterno.» Su padre murió poco antes que Rubén debutara como jugador. Jorge, el hermano mayor, se ocupó del sustento familiar.

ONDA MENUDO

En los 80, el América pedía a los jugadores profesionales entrenar a equipos de su escuela. Águilas Reales, el que le asignaron, lo marcó. Ahí conoció a Lourdes —tía de uno de sus jugadores—, con quien hacia 1981 procreó a Jonathan Lenon, su primer hijo. Además, tuvo bajo su mandato a un jugador que rondaba los 13 años: Emilio Azcárraga Jean. Para entonces, Rubén, el chavo sencillo que ganaba unos pesos “coyoteando” o lavando autos, era otro: obsesivo de su imagen, usaba playeras ceñidas, chamarras sin playera, camisas con hombreras. «Onda Menudo», explica Vinicio Bravo, su ex compañero en el equipo.

A los futbolistas les cuesta recordar un instante memorable en la carrera de Abarca. Al fin, aparece uno, en un clásico contra Chivas: Rubén empezó a correr formando círculos y quebrando rivales desesperados. «Fue increíble —añade Bravo—. No soltó la pelota, metió gol, ganamos 2-1 y a la jugada la bautizamos “La chiclosa”.»

Del paso por la Selección de “El cinturita”, como su gremio lo llamaba, sólo queda el recuerdo de una Brasilia roja en la que llegaba a entrenar. «Parecía un tanque de guerra: tenía altavoz, torreta y la reversa sonaba como Tarzán o “La Cucaracha” —relata el director técnico Alfredo Tena—. Sólo le faltaba una hélice o un cañón. Siempre ha sido un excéntrico.»

—¿Quién inspira su imagen? —pregunto a la actriz Paty Muñoz, su amiga.

—Se parece a Indiana Jones.

Relajado en su sillón, Rubén me da la entrevista. De su pecho cuelgan tres pendientes: un diente de orca («simboliza la fuerza animal»), una lanza de guerrero («la fuerza humana») y un Cristo. Pero son los sombreros y las botas los que definen su estética.

—¿Eres un excéntrico?

—Me gusta llamar la atención; no soporto lo clásico.