La imagen pública que Lolita ha construido de sí misma en la TV no difiere tanto de la que ella aún reclama a Ripstein. En 2002 debutó en el reality de TV Azteca La Academia: fue una jueza amenazante, avasalladora, cruda con los alumnos. Ahora ella era quien no tenía piedad.
—¿Qué te dejó esa experiencia? —le pregunto semanas antes de que Azteca le ofrezciera volver, como directora del reality.
—Creí en el proyecto que nos vendieron: que era una escuela. Pero es una tomada de pelo. Usan a los chavos para el rating, los ponen a sufrir para que no puedan cantar y escogen a los medianamente monos.
Cortés mantuvo pugnas febriles con la guapa tapatía Jolette —una de las 18 participantes—, a quien le espetó en su cara carecer de talento, arrojo y disposición al trabajo. La imagen de Lolita, hiperventilada, moviendo las manos eléctricamente, adjetivando de forma continua, moldeó una imagen que el público repudiaba. «Por desgracia —lamenta el coreógrafo James Kelly—, de todo su trabajo de 30 años sobresale su papel en La Academia, donde era la mala».
Según Lolita, la entonces productora del reality, la española Eva Borja, le pidió apoyar a un participante. Su respuesta habría sido: «Soy tu crítica, no tu actriz».
—¿Por qué duraste tanto en el concurso?
La primera vez porque creía, la segunda aún creía. La tercera por el dinero. Acabé harta. Cuando vinieron a ofrecerme la generación siguiente dije: «¿Es broma?, ¿no ven que no me llevo con nadie, que odio lo que hacen, que amo (sic) a los alumnos?»
Se alejó de La Academia prometiéndose no volver. Pero la novela Lolita-La Academia tendría, al menos, otro capítulo. La productora de TV Azteca Magda Rodríguez recibió el “sí” la última semana de septiembre pasado. Después de negociaciones arduas en las que Lolita sumó y sumó condiciones, la actriz aceptó retornar al reality que había aborrecido. Ahora, como directora, se promete luchar contra la holgazanería y a favor del rigor artístico.

Barbra Streinsand

Lolita tenía tres años cuando su padre se fue de la casa para iniciar una nueva relación con la actriz Alma Muriel, entonces de sólo 22 años. Dolores, su mamá, sin apoyo para cuidarla desde que el sol caía, no tenía más alternativa que llevarla con ella a los bares donde cantaba, como Don Fer o Los Parados. «Por años —recuerda Dolores— corría en el intermedio a ver que mis hijas estuvieran bien». La metió a clases de ballet, folklore, tahitiano, hawaiano, tap, solfeo. Y también de danza jazz, pese a que en el grupo no había menores de edad. Los maestros, deslumbrados por el histrionismo de la niña, solían repetir a los bailarines una orden: háganlo como ella. «Eso me avergonzaba —dice Lolita—, me dificultaba tener amigos».
—¿Cómo asumías ese talento superior?
—Me harté. En el flamenco me obligaban a ir (al mismo ritmo) con el grupo. Yo decía, «pero si a mí ya me sale la jota…»
Alma Muriel se acercó un día de 1979 a Dolores, ex esposa de su marido, con cuyas hijas convivía desde hacía dos años. Había visto a Lolita crear coreografías, cantar, vestirse de Barbra Streisand. «Va a montarse Anita la huerfanita —le dijo a una incrédula Dolores—: tus hijas cantan y bailan».
Lolita y su hermana hicieron la audición. Aunque las esperanzas eran mínimas porque el casting para reproducir en el Teatro Manolo Fábregas el estruendoso éxito del Alvin Theatre de Broadway abarcó 3 mil niñas, las Cortés fueron elegidas como dos de las seis “huerfanitas”. Lolita interpretó a Mimi, una huérfana que bailaba tap. A sus nueve años, Lolita se integró por primera vez a una comedia musical, su destino.
Al mismo tiempo que ese espectáculo, actuó en Canto verde, obra poético musical dirigida por su papá en el Helénico, y en el programa Rehilete de RTC. Desde los 10 años adoptó la dinámica del resto de su vida: actuar en hasta tres producciones a la vez. Agobiada por las responsabilidades, casi abandona la primaria.
—¿Lo disfrutabas?
Me perdí muchas cosas. No había tiempo de ir a fiestas, tenía que trabajar. No me gustó: me exigieron demasiado. Ahora digo: lo cambiaría.
—¿Y cómo resististe?
—Tenía unos papás exigentes, en esa línea me formé. Además era muy zonza: no sabía decir “no”.