A las 9 pm me sitúo tras el escenario, área deseada por los cientos agolpados ante la valla de guardias que separa al gran Monttana de los mortales. Entre gritos de mujer a granel escucho «¡güero!», «¡papi!» Charlie entra corriendo por el pasillo en actitud estelar. Sube al escenario y la banda despierta con un estruendo musical. Pese a la potencia de los batacazos, se impone su chirriante guitarra. La gente se aglutina, empuja, vocifera, saluda, saca celulares y cámaras.
Me concentro en un joven de unos 28 años de camiseta rockera. En cuanto Charlie pisa el escenario, el chavo grita y saluda como si fuera el Mesías. Hace chiquitos los ojos como quien busca seguir con lupa a su inspiración. Eleva su vaso con cerveza y desgañitándose lo ofrece al músico: «¡Charlie, una chela, Charlieeee!» El rockero canta con su voz chillona arrancada del vientre y desafinada con brío en cada verso, pero no atiende las súplicas del joven que grita más fuerte y al borde del llanto clama justicia.
Me doy una vuelta por ahí: el salón no tiene más que unos baños y un puesto con playeras: a $60 de Bostik, Monttana, Haragán.
Un chico de unos 20 años —camiseta negra de Charlie y tenis Converse— abraza y toma de la mano a su chica, una copia de él. Ella empieza a llorar, justo cuando los altavoces difunden los versos de Monttana:
Si miro tus fotos o tu camiseta / o una cerveza / me deprimo y te extraño.
La novia lo abraza con fuerza, canta, aprieta su barbilla al hombro de él.
Decenas de niños tratan de bailar como sus padres o malcantan letras como «Llámame, dime que vamos a parchar». Un pequeño de unos siete años, de negro, sostiene en una manita un vaso de Maruchan que sus jóvenes papás le dieron como única opción entre lo que se expende: cerveza y palomitas. Al fondo, en espacios vacíos, parejas más jóvenes cuidan a una decena de bebés que se rindieron a media jornada y que descansan dormidos en el suelo, sobre una cama de chamarras y suéteres. Los papás bailan los ritmos de Monttana alrededor de los cuerpecitos, como rindiéndoles culto con la danza roquera de los saltitos cruzados. Varios, pese a ser manchas de tela negra desde los pies hasta la cabeza, cargan en sus espaldas pañaleras en colores pastel.
Charlie continúa con los guitarrazos y los movimientos frenéticos de un lado a otro del escenario. Forcejea con su pantalón a cada instante, lo jala de la pretina pero los botones y el cinto se pelean con su panza que, colgante, vuelve a empujar el pantalón hacia abajo y amenaza encuerarlo.
Entre carrera y carrera se oye por el micro su respiración agitada. Por momentos frena la actuación, busca tomar aire. Enfrente, las chicas ponen sus manos sobre la boca para que Monttana oiga sus piropos.
Decido subir a un extremo del escenario para contemplar la euforia desde arriba: niños y familias le piden canciones, parejas cantan y cachondean como si el mundo se fuera a acabar. En un descuido, Charlie aprovecha un solo de batería para jalarme al centro del escenario. En segundos ya bailo el rock urbano del “Vaquero rocanrolero”, enérgico como la masa que nos ve y chifla, como las chavas que se derriten en lo bajo.
Dices que eres bien rocanrolero / y se te nota con tremenda matota / todo lleno de tatuajes y tu camiseta de Metallica /quien te viera pensaría / que eres una estrella de rock / pero nadie imaginaba la neta /te fuiste a ver a los Tigres, a Límite y a los Tucanes / vestido de cuero negro para apantallar.
Charlie me toma de las manos y me hace colocar las piernas en forma de “A”. Me bloqueo. Agarrada a él sudo de vergüenza, no sé ya cómo seguirle el ritmo. Ya sólo bailo a trompicones y escucho los gritos de ellas. Excitadas, anhelantes, me reclaman a gritos estar tocando a su dios.