Gabriel le dijo a su familia que no soportaría vivir en la casa de Himelda. Le recomendaron que viviera un tiempo fuera de ella, en lo que sobrellevaba la pérdida. También que hablara con sus abogados para que ellos se hicieran cargo del proceso judicial y él no tuviera que preocuparse. Pero Gabriel hizo más que eso: se fue a vivir a un hotel en la Condesa, y no sólo dejó la casa de su madre en Polanco, sino que sacó todo lo que había dentro. Guardó muebles, aparatos y demás propiedades en una bodega de la delegación Venustiano Carranza.

El Ministerio Público lo citó a declarar un par de días después del asesinato.

Gabriel no atendió ese requerimiento, ni los siguientes, a pesar de que sólo requerían que declarara cómo habían ocurrido los hechos. Las autoridades no tenían pista del motivo del asesinato: no habían robado nada, no hubo ninguna amenaza previa y, de acuerdo con las primeras investigaciones, Himelda no tenía enemigos. Pero era una mujer poderosa: la encomienda era resolver el crimen pronto y con buenos resultados.

Himelda no tenía enemigos. Pero era una mujer poderosa.

Gabriel vivió en el hotel cinco días, acompañado de dos escoltas, escondido. No contestaba el teléfono a nadie y sólo algunos familiares conocían su ubicación. Los elementos de la Procuraduría capitalina comenzaron a buscarlo después de que no atendiera los citatorios. Necesitaban tener más datos para poder esclarecer el crimen. Después de varias pesquisas, lo encontraron mientras caminaba por Reforma. Tras una discusión con los dos escoltas que custodiaban a Gabriel, los policías judiciales lo llevaron para que declarara.

Las cosas se complicaron cuando, en el auto de Gabriel, encontraron una pistola calibre .38 especial. «Es de mi mamá, es de mi mamá», repetía Gabriel a los policías, quienes pese a la resistencia, lo llevaron al Ministerio Público. Ya en el lugar, sus gritos sonaban en toda la estancia: «No saben quién soy, ¿verdad? No saben con quién se están metiendo y se van a quedar sin trabajo por tenerme aquí metido». Tomaron su declaración mientras él seguía exclamando, molesto, que era una víctima y que no entendía por qué lo habían llevado ahí, si era su madre la que había muerto. «¡No quiero hablar de eso, entiendan. Yo también fui víctima, busquen al culpable!», gritaba.

«¡No quiero hablar de eso, entiendan. Yo también fui víctima, busquen al culpable!»,

«Los ministerios públicos y los policías judiciales se sienten menos cuando llega una persona rica, e intentan soltarlos pronto», afirma una fuente de la Procuraduría capitalina. En este caso estuvo a punto de suceder lo mismo. Había cosas que no cuadraban, pero ante las amenazas de Gabriel y la presión silenciosa de los escoltas, que no se movían del lugar, los entrevistadores habían decidido soltarlo. Gabriel estaba a punto de irse, pero un agente de alto rango de la Procuraduría notó inconsistencias en la declaración. El agente corrió tras Gabriel, quien ya estaba a unos cuantos metros de la puerta de salida, y le pidió que regresara. «Son solo unos minutos más, unas cuantas preguntas», le dijo.

Entre gritos y protestas, Gabriel entró de nuevo al salón de interrogatorios. El agente insistió en las inconsistencias de la declaración que él había dado minutos antes. Gabriel comenzó a tartamudear; comenzó a dar explicaciones e hipótesis del asesinato de su madre: «Tal vez fueron los mismos del Grupo Posadas, tal vez sabía demasiado de cosas que no querían que se supieran».

Los elementos de la Procuraduría sabían que Gabriel estaba a punto de decir la verdad.

Se volvió un niño abandonado, sin respuestas: dijo que no seguiría hablando si no le llevaban a su perro, un schnauzer al que cuidaba como a un hijo. Comenzó a llorar y le pidió a uno de los agentes que lo abrazara. Los elementos de la Procuraduría sabían que Gabriel estaba a punto de decir la verdad, así que lo abrazaron, le dijeron que todo iba a estar bien, y le compraron un atole que pidió porque tenía «frío y hambre». Después de llorar y de pedir que no dejaran de abrazarlo, Gabriel habló. Dejó de lado el papel de junior prepotente y, sin levantar la vista de la mesa, comenzó a relatar lo que había ocurrido unos días antes.