La narrativa siempre ha sido el testigo incómodo: la lente que aumenta las incompetencias de los poderosos y la estulticia de sus víctimas; el agujero en los baños por el que nos asomamos para ver lo que no está en la calle; los espejos perpendiculares en que nos vemos de perfil para auscultar esa cara nuestra que todos reconocen menos nosotros mismos. Levantar una novela, al menos desde el siglo XVIII, es predicar por contrejemplos: moralizar exhibiendo el lado rasposo de las cosas.

¿Por qué de pronto le pareció glamoroso a toda una generación de ninis dedicarse a una industria que implica emascular y decapitar a la competencia?; ¿cómo es que toda una ciudad llegó a ser tan ajena a sí misma que no hizo nada para impedir el deporte saturnal de descuartizar mujeres?; ¿por qué alguien encuentra sabroso violar a un niño o se le ocurre que comerciar con él para que otros lo violen es un negocio razonable?; ¿qué placer elemental se esconde tras la pornografía política?; ¿dónde terminan ellos y empezamos nosotros?

Así, leer ficción implica siempre una revisión de la herida y lo que la infecta, sobre todo, responder con el truco tan viejo de ponerse en el lugar del otro las preguntas que ni los académicos, ni los intelectuales, ni los periodistas aclaran con éxito.

La novela mexicana que alguna vez relacionamos con el Norte pero hoy es un fenómeno de dimensiones nacionales –Yuri Herrera es de Hidalgo, Iris García de Acapulco– plantea las preguntas que nos abuchearían por hacer en la fiesta del cosmopolitismo ilustrado chilango: ¿cuánta sangre nos metemos al cuerpo cada que nos metemos algo para ponerle fuego a la fiesta?; ¿a qué red de tratantes apoyamos cuando compramos la siguiente temporada de tal serie en el metro Insurgentes?

Estos autores proyectan más realidad sobre la realidad en una carrera contra la desesperanza que todos sentimos que estamos perdiendo.

Las novelas afianzadas en la realidad periodística de nuestros días funcionan como los programas computacionales de realidad ampliada: agregan información sobre cosas que identificamos a primera vista, pero no podemos desarmar tal como nos llegan. Aclaran, profetizan, agregan razones a lo que nos supera. El fenómeno es tal vez inédito, en el sentido de que la ficción siempre vio al mundo en su ombligo, pero ahora lo hace mediante el filtro que le ofrecen los medios de información en tiempo real. Son libros como el mapa del imperio de Borges, tan grande y tan preciso que ocupaba todo el imperio. Sus autores no especulan sobre el lado moral de las cosas con las armas de la imaginación: proyectan más realidad sobre la realidad en una carrera contra la desesperanza que todos sentimos que estamos perdiendo.

¿Cómo leer esta guía?
A partir de la próxima página, cada uno de los siete escritores que elegimos contesta tres preguntas.
1. Una anécdota que les sucedió mientras escribían uno de sus libros.
2. Cómo es que la ficción puede hacerle frente a una realidad que parece inverosímil.
3. Un libro de otro autor que nos ayude a entender la realidad actual mexicana.