El metro dela ciudad de México se empezóa construir en la víspera de los JuegosOlímpicos de 1968. Gustavo Díaz Ordaz aprovechó sucercanía con el gobierno francés para darle a empresas del país galo elproyecto de su edificación. La mancha urbana crecía, había que hacer al régimen digno de estándares internacionales.

Y a eso nosrecuerda el metro. Como si en la fatídica textura de sus pasamanos se guardara lahistoria de un México que prosperaba, se urbanizaba y crecía.

Su construcción prometía mucho;bajo la sombra de la represión violenta, los acuerdos políticos yla mano dura y pesada de un ciudadano presidente que, en muchos sentidos, fungía comopadre de familia autoritario e inflexible de la gran casa mexicana.

El Distrito Federal era una especie de centro de operaciones del régimen, una extensión urbana del propio presidente: aquí despachaba,dormía, coordinaba, decidía, discursaba con la bandera de la promesa infinita.

El metro es una mole de fierros oficiales que mal acomoda a los cientosde miles que viajan por sus canales para encontrarse con su supervivencia.Puede ser la casa o la oficina, el taller, la piratería o el robo deautopartes, pero la promesa de llegar a un destino ha de cumplirse siempre. Asíse siente.

Porque no hacambiado en nada. Sus señalizaciones y espacios, texturas y colores no tienenmás que ese sabor añejo, uno queno todos experimentamos, pero que identificamos perfectamente. El sabor de la esperanza que algunostodavía añoran.