Los poppers nos llegan de Estados Unidos mediante comerciantes chinos. Adolescentes del DF los inhalan para relajarse durante el sexo y gozar orgasmos largos. Aunque la Cofepris no los cataloga como droga, son letales.

POR FERNANDO DÍAZ
ILUSTRACIÓN CÉSAR MORENO

Los beats del DJ Offer Nissim, símbolo gay de la música house, se expanden en las calles de Tepito. «Baby, I’m into you», jadea una mujer anhelante.

Entre los puestos que escupen piratería en volúmenes siderales, surge un «¡pásale amigo!» que lanza un comerciante de nariz aguileña. Con una mano —de la que cuelga el patrón de las causas difíciles San Judas Tadeo— me muestra sus productos: yumbinas, bombas, tinta china, retardantes.

Un adolescente con piercing en la ceja, acompañado de otro chavo, pide al vendedor un frasquito amarillo. En cuanto lo recibe se lo pasa a su amigo, que entrega 200 pesos. Con un temblor en el brazo mete el frasco en una mochila. Alcanzo a ver que está llena de cuadernos. Los chicos, de no más de 16 años, se pierden entre la multitud.

«¿Y eso?», pregunto al vendedor, refiriéndome a los frasquitos coloridos.

—Un inhalador, un popper. Para que tengas más placer en las relaciones.

—Me lo llevo —respondo.

Por sólo 80 pesos, tengo en mis manos la droga del amor.