Alberto ChimalEn un bar del sur, junto a un par de cervezas y un plato de cueritos cortesía de la casa:

—No, güey —dice él—. Yo sí le dije: no manches, pues cómo, yo no pongo foto en el perfil de Facebook. Ni madres la pongo.

—¿Y no la pones? —responde ella.

—Pa’ que luego me secuestren, ¿no, güey? —dice él, cortante, y hace una pausa; me da la impresión de que le parece haber sido un poco brusco, porque luego dice: —¡Es que a la gente sí la secuestran! Nomás con que pongas tu foto, nada más con eso, ya te reconocen, tienen acceso a tus datos, luego te encuentran, te secuestran…

—¿Dónde viste eso?

—Ahí mismo en Facebook viene —dice él—. Hay una página que te inscribes y actualizan los casos cada semana. Bueno, no la he encontrado pero un güey me dijo.

—No manches —ella, interesadísima.


Pero la vida de internet no sólo tiene leyendas urbanas, sino también tradiciones añejas. Ejemplo: en una reunión, mientras alguien conectaba su iPod al estéreo de la casa y ponía (de entre todo su archivo de canciones) una de RBD:

—Lo que una se da cuenta cuando crece es que hay mucha crueldad —me dice una amiga.

—¿Cómo? —le pregunto yo.

—Mucha crueldad en el mundo. La gente no es buena: eso es muy triste —ella está bastante ebria, por supuesto—. A mí me ilusionaba mucho, o sea cuando era chica…, me ilusionaba todo eso de la paz, del amor, lo que se cantaba en las canciones…

—En las de Timbiriche —digo. Ella se ofende:

—¡Esas de amor y paz no eran tan malas! ¡Ahora todo el mundo se pelea, hay violencia, le hacen esa cosa horrible a los gatos…!

—¿Cuáles gatos?

—¡Los que hacen como bonsái, Alberto! ¡Los meten en jarras cuando son chiquitos para que no crezcan, es horrible, quedan todos apretados y deformes! ¡No pueden comer, no pueden hacer sus necesidades…!

Tendría que decir que al menos traté de explicarle que lo de los gatos bonsái era un fraude muy conocido de internet, y de hecho se había demostrado su falsedad desde 2001 o 2002. Pero ella no me dejó decir una palabra más: pronto pasó a lamentar su propia vida y luego fue al baño a vomitar.

Me fui a toda prisa de allí: no fue por mi amiga (que me cae bien: realmente es muy sensible y bondadosa) sino por la música.

Ya en casa, a eso de las dos de la mañana, revisé mi correo electrónico; como todo el mundo sabe, esto ya no es un comportamiento raro. Me encontré no sólo con el mensaje de los gatitos bonsái (enviado por mi amiga en la mañana del día anterior) sino también otras dos cadenas: una presentación de Power Point sobre cómo triunfar en la vida y una solicitud de ayuda para encontrar a una niña que fue hallada en 2005 (pero eso no lo verifica nadie).



Y hablando de tradiciones añejas, lo que sigue ocurrió hace pocas semanas:

—Oiga —dice un hombre en el centro de cómputo de la universidad—, ¿no me lo puede guardar? ¿Aquí?

—¿Qué? —pregunta el encargado tras el mostrador.

—¿No me puede guardar el internet?

—La internet —dice el ingeniero, un poco perplejo.

—Sí, el internet, ¿no me lo guarda? Ya me tengo que ir y no acabé.

—Disculpe, profesor, pero…

—Mire, la verdad no quiero pagar una conexión en mi casa. Están muy caras.
No me quedé a ver cómo el ingeniero repitió la misma explicación que los ingenieros dan siempre desde, al menos, mediados de los noventa. Pero sí alcancé a escuchar lo siguiente que dijo el profesor, y que es una novedad:

—Mire, tampoco estoy tan mal en tecnología. Ya sé que el internet no cabe en un disco de los que se usaban antes. Mire, traigo —y saca una memoria USB nueva, todavía en su empaque— esto. Sí es más grande a pesar de que es más chico, ¿no?


Alberto es una celebridad de las redes sociales: es conocido entre sus casi 1400 seguidores en twitter. Le faltan sólo 4.7 millones para alcanzar a ashton kutchner.