Abordo una pequeña lancha para conocer Pichilingue, el recodo de mar consentido de los juniors en el poniente de la Bahía de Puerto Marqués. En la ruta paso frente a Villa Arabesque, una mansión morisca de más de 12,000 metros cuadrados, blanca y pulcra, que perteneció a los ya fallecidos Barones de Portanova (Sandra y Enrico Paulo Apuzzo di Portanova). La casa fue sede de impenetrables fiestas de disfraces y recepciones a gente como Tony Curtis, Aristóteles Onassis, Michael Nouri, Jacqueline Kennedy, Carmen y Loel Guiness o Henry Kissinger.

A un lado de la costa se encadena una decena de monumentales residencias. Reclaman ser vistas, admiradas, como si violar al cerro con grandes columnas, volúmenes lascivos de cemento y diseños aparatosos fuese un grito de sus dueños para que todos los reconozcan.

En Pichilingue el agua es más limpia y azul. Sobre las amplias cubiertas de los yates mujeres en bikini saludan y bromean a los ocupantes de barcos vecinos, se tuestan y untan de crema. En algún otro, dos chicas, de entre 25 y 30 años, toman una copa en proa con sus novios, unas tres décadas más viejos.

Pichilingue, abigarrado de yates, es el pedacito de mar que los ricos no comparten, un pequeño paraíso que sirve, quizá, para fantasear los fines de semana con un retorno al origen, al estilo La Laguna Azul, pero, eso sí, entre langosta, salmón, caviar y mucho alcohol.

EL NIÑO VERDE

A medianoche llego al Baby’O, la discoteca más exclusiva, cool y mitológica de Acapulco. Este año cumple su 30 aniversario. Hombres $ 1600, mujeres $800. En la entrada, una decena de cadeneros, todos clonados (bajitos y morenos, de cuello, espalda y brazos descomunales) niegan la entrada a la mayoría. Afuera, una multitud de chiquillas, de minifalda, tacones altos y pieles doradas, ruegan a “Zamorita” —jefe de seguridad de la disco y, según se dice, luchador profesional bajo el nombre de Power Ranger— que las deje pasar. Él y otros guardias tienen la deferencia de acercarles el oído a sus bocas y escuchar el ruego, al que se niegan. Las dejan ansiosas, frescas y bañaditas, arruinadas ante la opción de regresar al hotel cargando sus inútiles atributos o acudir a Libido, un antro más democrático ubicado a unos metros, pero a años luz de sus expectativas.

La indiferencia se vuelve brutal cuando otras chicas, igual o menos hermosas, logran que los cadeneros les abran presurosos el paso; algo así como lograr que un grupo de linebakers se conviertan en dandis con un chasquido de dedos.

Ellas sí entran por el linaje del o los hombres que las traen, o porque el auto del que bajan es un Lamborghini Murciélago, BMW X5, BMW 530D, Porsche Carrera GT, Mercedes Benz SL 500 convertible o Lincoln Aviador, como los que esta noche arriban.

Al fin entro a la madre de todas las discotecas del país. Por dentro, el Baby’O simula una caverna de la época de los homínidos. Al primero que veo, cuando se abre la pista ante mí, es a Jorge Emilio González, “El Niño Verde”, rodeado de tres güeritas que, quizá, arañan la mayoría de edad. De camisa blanca abierta al pecho, no se sienta un momento ni dice una palabra. De pie, junto a su mesa, mueve los pies, mínimamente, como para seguirles el ritmo a las chamacas de piel cobre que van y vienen, gritan, bailan “Sabes, a chocolaaaaaaaaaaate”, juegan entre ellas, suben y bajan de la pista, y que a veces lo jalonean para que él se incline y escuche un comentario que a ellas les da risa, y a él no.

El candidato a diputado federal se limita a tomar Cazadores, echar un ojito a izquierda y derecha, arriba y abajo, pero sin excesivo interés, a las decenas de modelitos que por todas partes agitan sus caderas y conquistan por mayoría el show de la pista. No hay nada que lo motive como para que surja una sonrisa, tímida siquiera, que lo ayude a hacer caravana de la euforia que lo rodea. La velada transcurre así, gris, sin remedio. Todo cambia cuando una mujer de pantalón negro muy pero muy ceñido, caminando ligera hacia la cabina del DJ y, ésta sí, con tanto trecho recorrido como él, le arrebata una mirada, devora su atención: es Paty Manterola pasando a su lado, coqueta, juguetona, insinuando una mirada. Desde lo alto, la ex Garibaldi checará la movida y tomará el micrófono para animar con un grito a la gente.

Me acerco al cajero: «Hay cuentas de hasta 70,000», me dice. La anoche avanza y hay pocos desvaríos. Un par de chavas toman vodka directo de la botella frente a dos o tres miradas de censura y un par más, encantadoras morenas de pelo largo y caderas trasatlánticas, se suben al stage —una plataforma junto a la pista— agitándose cachondas. Pero son la excepción: en el Baby’O nunca se pierde el estilo. «Vienen tantos famosos —continúa el cajero— que aquí ya nadie se impresiona de los que llegan… ni con Luis Miguel. La única vez que todos se volvieron locos fue cuando vino Bono. Llegó solo y las chavas se le tiraban encima. Estuvo un ratito, tomó algo, no aguantó y se fue».

Pero sus palabras invocan un temblor; ahora sí, todos se impresionan: Kikín Fonseca, Osvaldo Sánchez, Gerardo Torrado, Pavel Pardo, Claudio Suárez y algunos más, se escapan de la concentración en el Hotel Pierre Marqués para ir a tomar algo. Una chica se para de una mesa y jalonea a Osvaldo: «Eres túuu, aaaaay». Él soporta a la chica unos segundos y sonríe; cuando ella queda hipnotizada, el portero aprovecha para escaparse por ahí. Kikín, en cambio, sabe qué hacer: en cuanto entra y percibe las primeras miradas alteradas en la pista, corre a esconderse tras Osvaldo. Salvo Torrado, que baila discretamente sin dejar de agarrarse la melena, la Selección se hace chiquita ante la expectativa general y opta por guarecerse en las cuevas, los privados del antro.