–¿Sabes una cosa canijo? Sigo enamorado de ella, –confiesa Osvaldo.
–¿Todavía eran novios?
–Estábamos por terminarlo.
–¿Cómo era Alí?
–Bastante dominante, un energúmeno: tenías que saber de los temas que tocaba en cuestiones filosóficas.
–¿Eras celoso, posesivo con ella?
–¡No! Si le permití tener una novia. Dime tú qué hombre permite que su novia tenga otros novios y novias. Yo le toleré muchas cosas en la relación.
–Eres confeso del crimen, ¿qué pides?
–Una sentencia justa, nada más.
–¿Tienes trato especial por ser tu hermano un funcionario del GDF?
–No, no lo hay. A mí me tratan como a cualquier reo; llegan nuevas administraciones, tienes que someterte a las disciplinas de esas nuevas autoridades. Se ha tergiversado mucho en todo lo que es, mi hermano.

La plancha de cemento, acolchada por sarapes y adosada en forma de litera al muro gris de la prisión, y en la que duerme «con un ojo abierto y otro cerrado», será su lecho tal vez durante los próximos 42 años y seis meses.

En las noches se pregunta dónde está sepultada Alí.
–Me gustaría saberlo.
–¿Irías?
–Claro, a tener un diálogo y contarle muchas cosas. Porque si algo te he de decir, es que sigo con su presencia, canijo. Estoy muy enamorado de ella.
El aire frío que llega de los cerros, tan grises como las paredes del Reclusorio Norte, pellizca. Los reos que no juegan al frontón ni recibieron visitas parecen gárgolas al borde de un precipicio. Miran el suelo como si allí estuviera el abismo.

–¿No te cansa tanto gris?
–Todas las mañanas que pasan la lista y me levanto a caminar es como si rebobinaras una película en sepia de Dziga Vértov, ese cineasta ruso de los años veinte.
–¿Qué extrañas de afuera?
–Manejar una moto, porque la moto es como un espíritu de libertad: vas al aire libre, todo el panorama lo ves así, en amplitud y la velocidad, ¡puf!–, explica extendiendo el brazo hacia los cerros.

31851Canijo

Canijo (Especial)

[El silencio]

Es el primer viernes de octubre de 2010. Ya pasó un año del homicidio de Alí y el silencio es el único habitante del departamento 1 en Ayuntamiento 162. Huele a humedad. En el refrigerador hay huevos, limones podridos, un jarabe de granadina, una salsa a medio consumir. Un bote blanco lleno de basura, coronado por una botella verde de whisky; otra botella de cerveza en el suelo. En la pared de la cocina se ve una mancha oscurecida por el tiempo. Una costra que grita. Es la sangre de Alí.

En la pared de la cocina se ve una mancha oscurecida por el tiempo. Una costra que grita. Es la sangre de Alí.

La habitación que fue de Osvaldo luce desordenada. Hay libros olvidados: El mito de Sísifo, de Albert Camus; Absalón, Absalón, de William Faulkner, Los aforismos de Kafka, de Werner Hoffmann. Un suéter a rayas cuelga del librero. Y como una burla del destino, arrumbado, un reconocimiento otorgado a Osvaldo por la Dirección General de Prevención y Readaptación Social, fechado en Almoloya de Juárez en julio de 2000: «Reconocimiento por su destacada participación en la semana cultural del 24 al 28 de julio para beneficio de la población interna de esta institución».

En un cementerio al sur de la ciudad de México, entre bóvedas, lápidas y tierra negra, hay una tumba de mármol, una cruz de unos 50 centímetros y una veladora a medio consumir. Allí, en medio del viento y los árboles solitarios, están los restos de Alí; en su epitafio se lee: «Con amor de tu familia. El señor es mi pastor, nada me puede faltar».