130 kilos de pasión en el Hysteria

Cuándo llegué a la Ciudad de México, me dejó perplejo una figura que se llamaba Jairo Campos. Vi su nombre en un letrero enorme afuera del Hotel Diplomático sobre Insurgentes por el parque hundido, anunciando el espectáculo que daba en el bar. Días después, vi el mismo nombre con letra igual de monumental, en un rótulo sobre Álvaro Obregón en la Roma. Esta vez avisaba de sus servicios como cirujano dentista. ¿Cuántas personas con un nombre como Jairo Campos podían existir en la misma ciudad?

Nunca asistí al consultorio dental, y la noche que fui al bar del Diplomático, su temporada había terminado. Sin embargo, su leyenda crecía. Unos amigos contaban que, hace años, el buen doctor anuncio sus servicios en la televisión, aparentemente asistido por unas modelos sumamente feas.

Unos amigos me recomendaron visitar el bar del Hotel Prim en la Juárez. Es un lugar de luz borrosa, lo que le presta el aire de una película de technicolor años 60, ya pálida y descolorida. Con la decoración de tapetes rojos y muebles viejos color ámbar y café, uno casi espera que Jorge Luke y Julissa entren, para ser atendidos por “El Caballo” Rojas.

Los parroquianos se refieren al local como “la catedral del bohemio”. Entre los artistas que alternan esta Alberto de la Plata, con repertorio de tangos famosos: “Caminito”, “A media luz”, “La garufa”. Pretende ser argentino, aunque una amiga marplatense expresó la duda de si alguna vez había estado más cerca de su país que la colonia Buenos Aires. También se encuentra Pollo, una especie de Liza Minnelli mexicana, rubia oxigenada con voz y actitud de aplanadora. Se apasiona conforme aumenta la cantidad de cócteles que consume mientras canta. Cuando descansa, va a sentarse con sus fanáticos. Dos gemelos de pelo blanco y traje negro, que quizá trabajan en la funeraria de enfrente.

Pero me llené con emoción al darme cuenta que los martes en el Prim le pertenecen a Jairo Campos. Puede ser que de día siga haciendo coronas y operando encías, pero los martes de noche el Frank Sinatra que lleva a dentro sigue brotando con ganas.

Regordete con barba de chivo, el dentista tiene su público que viene todas las semanas. La mitad de ellos se saben la letra de todas las canciones. De echo, antes de terminar la noche, casi la mitad del público habrá subido al escenario para acompañarlo. Entre canciones, el buen doctor hará comentarios que a veces son coherentes, principalmente evocando recuerditos: la novia que tenía en Jijilpan, a quien le cantaba “Prohibida”, Las changungas y chimbiriches que comía en Apatzingán, y las canciones que, «en la juventud, cuando la tierra estaba caliente, las sentimos fuerte».