SergioSi tuviera que medir el descenso de la lectura entre los jóvenes me limitaría a un episodio cercano: me llama mi sobrina Kim, 12 años, perspicaz, con una autoestima alta, aspiraciones musicales y aplomo precoz. Quiere que le resuma el contenido de un libro que en la escuela le encargaron leer. Sabe que yo lo he leído. Lo adquirió, comenzó a leerlo y se aburrió. La tarea escolar debe cumplirse y me pide le ayude con eso.

Le expreso generalidades sobre el contenido del libro pero me rehúso a darle la tarea resuelta: trato de interesarla en la lectura. Suena decepcionada. Cuelga.

La toma se congela: mi rostro con gesto incierto, a punto de la preocupación, hundido en la duda: ¿hice mal, o hice bien? Por un momento me siento Gabriel Byrne en su papel de psiquiatra en la serie televisiva In Treatment. Siempre en busca de lo correcto, siempre consciente de los límites que no hay que traspasar. ¿Y si en algún caso se tratase justo de lo contrario?

Quizás la tenacidad que hemos depositado en defender el libro y la lectura como ejes del proceso educativo y comunicativo en la actualidad haya desembocado en la peor forma de validarla frente al gran cambio cultural de la época: el auge de las telecomunicaciones y la pantalla, la esfera audiovisual y la red, las nuevas tecnologías y demás plataformas disponibles ahora.

De acuerdo con cifras oficiales, 60% de los mexicanos leyeron cuando menos un libro al año. Quiero pensar ahora que mi sobrina Kim sólo buscaba un acercamiento distinto al libro y la lectura del que pudiera ella apropiarse: me refiero a la recuperación de sentido de oralidad que en un diálogo conmigo pudo resolverle un pendiente escolar.

Para las nuevas generaciones el libro y la lectura suelen implicar, en su carácter tradicional, una experiencia desalentadora, acostumbrados como están a la rapidez del registro y las percepciones del mundo que obtienen al relacionarse con los medios de comunicación ultracontemporáneos.

Los respaldos impresos han decaído en el gusto de los jóvenes, que prefieren la relación con la pantalla de la computadora, o de su teléfono celular.

Es claro que esta proclividad los acerca a lo audiovisual, a la música, a Internet, al cine, al video, a la fotografía.

Es claro que esta proclividad los acerca a lo audiovisual, a la música, a Internet, al cine, al video, a la fotografía. Y a las expresiones de vanguardia en esos medios: espectáculo, publicidad, diseño, moda, arte en una cinta sin fin que les gratifica u ofrece mayores prestaciones que la aparente rigidez del libro y la lectura.

Me atrevo a pensar que, lejos de la pulsión apocalíptica que teme la extinción de la letra impresa en papel, en breve las posibilidades de unos y otros medios encontrarán sus respectivas zonas de equilibrio una vez que se estabilice el vendaval de la revolución tecnológica en la vida cotidiana bajo el que vivimos en los últimos 15 años. Para entonces, los lectores que ahora parecen perdidos se re-encontrarán con el libro y la lectura, no sólo por el triunfo virtual de los libros y el papel electrónicos u otros instrumentos y aplicaciones que surjan, sino porque la reserva de memoria más grande de la cultura humana se encuentra en los libros. Y de ese resguardo se nutrirán en buena parte los contenidos del futuro. Aparte de que el libro, como simple objeto, permanece intacto en sus virtudes: portabilidad, autonomía, utilidad.

Parece más decisivo comprender porqué los jóvenes han dado la espalda al libro y la lectura desde el punto de vista de ellos mismos y de los hábitos que han adquirido respecto de los medios emergentes.

Un estudio reciente en Estados Unidos realizado entre jóvenes de enseñanza media muestra que son adictos a estar conectados con la televisión, los teléfonos, la computadora, los audífonos o cualquier otro aparato. Y desarrollan ansiedad si se apartan de tal conexión. Para referir el trauma de abstinencia, ellos mismos lo comparan con el uso de drogas y alcohol.

Quizás los colegiales estadounidenses sean semejantes a los mexicanos: 64% de los internautas mexicanos tiene menos de 25 años y desde cuatro años atrás usa este medio, según un estudio del Tec. La gran mayoría lo emplea para comunicarse, hacer tareas escolares, informarse y divertirse. Pero hay un rasgo estratégico: es una minoría, pues el total de los internautas de toda edad en el país apenas rebasan los 25 millones.

De nuevo, el problema: ni lectores ni conectados. «Que te vaya bonito», le dije a Kim.

Que les vaya: gulp.

Sergio ya empieza a considerar cobrar honorarios como lector profesional de libros que el lector (o mejor dicho el no-lector) no tiene intenciones de leer, pèro sí de fingir que los ha leído.