Están en el flanco derecho de la Catedral de la Ciudad de México. Todos los días llegan, dejan en el suelo sus mochilas y se instalan junto a letreros como “se pega loseta”, “se arreglan cableados eléctricos” o “se pone mosaico”. Algunos, como “El plomero cirujano” que dice ostentar un “Doctorado en Plomería”, recurren al humor en sus letreros para distinguirse de la competencia y a través de la sonrisa, ganarse a los clientes.

Los más tempraneros llegan a las siete de la mañana. En sus morrales, además de sus letreros y sus herramientas, traen el itacate que les prepararon sus esposas o que ellos mismos se hicieron en casa para aguantar la jornada: estarán aquí hasta las 6 de la tarde, aunque algunos más esperanzados (o movidos por una necesidad que apremia) se quedan hasta que la noche tiñe de sombras la plancha del Zócalo y los alrededores.

La gente los mira, se ha acostumbrado a ellos como se ha habituado también a los organilleros, a los policías de tránsito, a las vallas de herrería y al piso adoquinado del centro de la ciudad. Pocos llegan a pedirles que les ayuden con una chamba. Pero cuando eso pasa, ellos, solícitos, toman sus cosas y se embarcan a la aventura de componer algún desperfecto en casa ajena.

“Somos parte de la historia de la Ciudad”

90203La línea amarilla

La línea amarilla (Pável M. Gaona)

Agustín de Jesús tiene 62 años. Es el mero mero de la Unión de Trabajadores No Asalariados y Oficios Varios del Zócalo. Desde 1976 que llegó al DF ya sabía los rudimentos de albañilería que le permitieron ganarse una plaza en este lugar. Los también llamados “mil usos” no siempre han estado de este lado de Catedral: desde los años cuarenta del siglo pasado hasta 1985, estuvieron en el flanco opuesto, en la calle que desemboca hacia el Templo Mayor. Luego, ante las obras de remodelación de la calle Seminario, fueron cambiados frente al Monte de Piedad.

Pese a la idea generalizada de que son ambulantes, ellos se encuentra ahí de forma legal. Tienen un gafete de la Delegación Cuauhtémoc que los avala como trabajadores establecidos. No sólo eso: poseen las escrituras de uso de suelo de ese pedacito que está entre el costado de Catedral y el andador; una angostísima franja rectangular que está delimitada por una línea amarilla. Fuera de ahí, no se pueden poner. Como si se tratara de cajoncitos de estacionamiento, cada uno tiene su lugar, la mayoría heredado por padres o familiares que les enseñaron su oficio.

Ante las redadas de la policía, ellos no temen. Cuando hay operativo, los vendedores de juguetes chinos, de artesanías o de recuerdos se esfuman con una rapidez asombrosa. Pero los “maistros” siguen en lo suyo: se saben blindados por sus gafetes, como si se tratara de una charola que los vuelve inmunes a los levantones. “Somos parte de la historia de la Ciudad”, dice Don Agustín, “estamos aquí desde antes de que existiera el metro, desde que el Zócalo tenía jardineras. Bueno, yo no, porque todavía no nacía. Pero los primeros que llegaron vieron todo eso con sus propios ojos”.

¿Es seguro contratarlos?

A decir de estos trabajadores, sí lo es. No sólo tienen el permiso de colocarse ahí, sino que están avalados según el oficio que desempeñan: sus gafetes dicen “plomero”, “albañil” o “electricista”, dependiendo de su área de experiencia. En esos gafetes también hay un número de padrón, lo que protege a quienes los contratan en caso de que les hagan malos trabajos o en caso de que hubiese alguna irregularidad, como robos.

“No se crea, joven, a nosotros son los que a veces nos roban. Vamos y les trabajamos y luego cuando ya acabamos con el pretexto de que no les gustó, no nos quieren pagar. Otras veces a propósito nos dejan solos y cuando regresan, dicen que había cosas de valor y como dizque les robamos, ya no nos pagan el trabajo. Pero esas ya nos la sabemos. Cuando vemos que dejan algo, les decimos oiga llévese su reloj, su anillo o su cartera. Nosotros somos trabajadores honestos”.

90204Gafetes

Gafetes (Pável M. Gaona)

Trabajadores “piratas”

Parte de la mala fama que tienen, se debe a trabajadores no acreditados. “Por ejemplo ahorita usted joven, si se va de aquí y ven que no se llevó a nadie, de seguro lo va a querer abordar alguien de fuera. Le va a decir que le hace el trabajo más barato que nosotros. Pero ellos sí hacen puras cochinadas y a veces los roban o les hacen cosas. Por eso fíjese bien cuando contrate a alguien, cheque que traiga su gafete con su nombre y número de padrón”.

Hay veces que Don Agustín y sus compañeros se van en blanco y regresan a casa sin haber sacado lo del día. En otros tiempos los contrataban para darle mantenimiento al Monte de Piedad, al Palacio Nacional, a la Torre Latinoamericana o al Hotel de México. Sus trabajos podrían durar semanas o hasta meses. Hoy, les va bien si hacen alguna chamba ocasional por cien pesos, doscientos si se trata de acabados o decorados, que requieren mayor destreza.

Pero son optimistas: se comparten la comida, bromean, se enseñan los oficios entre ellos para saber de todo un poco. Y cuando a alguno de ellos le sale trabajo, sus compañeros no les tienen recelo, sino que les desean suerte y, por qué no, les dan una palmadita en el hombro o hasta en la nalga para la buena suerte. Ellos, los “mil usos” del Zócalo, saben sonreír en una ciudad teñida de gris, de contradicciones y de honda desigualdad.

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