Lolita entra al café cojeando, midiendo los pasos de sus zapatos de plataforma: han transcurrido más de tres décadas sin pausa de carrera, y el cuerpo, a sus casi 40 años, pasa factura: «Hice Dulce Caridad al 50 % de mis capacidades», me dice. Al concluir la temporada de ese musical, meses atrás, debió operarse la rodilla y aún se recupera.
La actriz elige para hablar un Starbucks de la Del Valle, frente a la Mega Comercial Mexicana de Pilares. El estacionamiento que observa desde nuestra mesa está cargado de su historia. Mira hacia fuera e intenta recordar el antiguo trazo de la calle: «Cada fin, aquí jugábamos kitball desde las siete de la mañana. Con mi hermana Laura éramos unas locas, unas alebrestadas».
Mediodía de sol, Lolita porta un fresco vestido floreado que descubre sus muslos, sus hombros finos, las pecas de su torso. Los broches coloridos en su pelo le dan un aire infantil. Otra vez, vuelve a su cuerpo: «Estoy llena de cicatrices de la infancia —dice—. Siempre sangraba de las rodillas, los codos. Para mí era un triunfo decir “Estoy sangrando pero me levanté y no lloré”. La cosa era esa, ¿sabes?, vivir con sangre de aquí acá».
Las hermanas Cortés vivieron 20 años en Gabriel Mancera 1040, a unos pasos de Ángel Urraza, donde aún existe el conjunto de cuatro edificios de muros de ladrillo que Lola y su hermana, un año menor, trepaban más de 10 metros hasta la azotea: «Tengo unos ángeles de la guarda inmensos: con lo que hice no creo estar de una pieza».

TWIST

«A Lola la visualizamos para las obras antes incluso de tener los derechos —confiesa el empresario teatral de OCESA, Federico González Compeán: el productor de la mayoría de los musicales en el país—. Es un ícono del teatro, tiene gracia; una personalidad moldeable». Si uno piensa en comedia musical mexicana, imaginará a esta mujer hiperactiva, de piernas breves, brazos diminutos, cara de niña y movimientos saltarines que ha concentrado, ella sola, el poder de ese genérico artístico. En tres décadas no ha surgido otra figura como ella.
El arte venía en su sangre. Hace 74 años, en el pueblo guanajuatense de Dolores, la ama de casa Carmelita Sandoval enviudó. Su esposo, el químico Agustín Jiménez, le heredó la botica que por años alimentó a sus siete hijos. Incapaz de sostener el negocio, la madre emigró con todos al DF y se instaló en la calle Ciprés. Uno de sus pequeños se llamaba José Alfredo Jiménez.
Décadas después, consumado ya ese hombre en una leyenda ranchera, notó que dos sobrinas adolescentes, Dolores y Lena —hijas de uno de sus hermanos— poseían talento artístico. Les propuso cantar profesionalmente. Le hicieron caso y nació el dueto de twist Lena y Lola, que con el tiempo mudaría al género ranchero.
Dolores conoció a fines de los ’60 al actor y pianista chileno Ricardo Cortés. El 23 de octubre de 1970 dieron a luz a su primer hija, Dolores Vanessa Cortés Jiménez, bautizada así en honor al pueblo materno. Sólo tenía ocho años y la pequeña ya había dejado de llamarse así. El mundo del espectáculo la conocía ya como “Lolita Cortés”. Acompañando a trabajar a sus padres, la niña recorrió su primera escuela: los palenques, teatros, sets y cabarets.
Sentados en el café, le pido a Lolita que entre los innumerables episodios significativos de su historia me narre los más importantes. Selecciona uno, sin luces, música ni ovaciones, sencillo pero doloroso. Arturo Ripstein, director de cine que a sus 39 años había dirigido 30 películas, la contempló para la serie didáctica Aprendamos Juntos, de la SEP. En locación, un día de 1982, Lolita no lograba interpretar su personaje. «¡Pon atención, caramba, estamos retrasados, y tú, escuincla, no puedes con eso!», le dijo el director. Volvió a intentarlo, sin éxito.
Ripstein no se contuvo: «¡Se acabó, no puedes! —exclamó y entregó el texto a otro niño actor que participaba del programa—: A ver dilo, tú». El pequeño lo hizo bien.
«Ripstein no sabía trabajar con niños —dice Lolita—: era grosero, gritón». Ese día le pidió a su madre sacarla de ahí.
«Había crueldad con los niños, no como ahora —dice—. Fue muy difícil, debí crecer con cosas muy duras».