Por supuesto que la violencia está ahí y que nos obsesiona por el hecho de que se ha concentrado en cifras fuera de toda norma: como generación hemos visto cosas que tal vez no se vieran en México desde que la Inquisición adoptó la humanista costumbre de quemar herejes en efigie. Es indiscutible, además, que el dolor de las víctimas –las directas y las colaterales – es siempre muy superior a lo que podemos digerir como espectadores aterrados de la espiral de degradación, pero también es cierto que para la mayoría de la gente la voracidad de esa violencia es sólo discursiva: abstracta e imaginaria.

En una entrevista de radio a propósito de su novela más reciente, el escritor chileno Alberto Fuguet respondió a una pregunta expresa de Carlos Puig sobre la violencia en México: «Yo no soy nadie ni sé nada como para opinar sobre esta situación, pero supongo que los últimos en enterarse de que un país está en guerra son los que viven ahí, porque están obligados a seguir haciendo vida normal». Tal vez tenga razón.

«Como generación hemos visto cosas que tal vez no se vieran en México desde que la Inquisición adoptó la humanista costumbre de quemar herejes en efigie.»

La única experiencia de lo bélico que ha tenido la generación actual fueron los diez o doce días que duró la fase armada del conflicto de Chiapas en 1994, y al menos desde la capital del país, esa guerra se vivió de manera idéntica: nada había cambiado en la vida de nadie, pero la nota roja se había desplazado de las páginas interiores de los periódicos a sus primeras planas. El virus de la violencia entre bandos bien definidos y con fuentes de financiamiento propias destinadas a disputarse un territorio, se expresa, al nivel tan abstracto de lo nacional, como una explosión en negro sobre blanco.

La letra impresa es el soporte dilecto de lo truculento, tal vez porque sigue siendo el que mejor permite mantener una distancia moral con respecto a lo narrado. El detalle de una crónica periodística seria no lo podrían ofrecer nunca ni las fotos desbordantes de la prensa amarilla ni la poca sangre que se permite transmitir la televisión, porque lo escrito amplifica y vigoriza el dolor de los otros y al mismo tiempo permite un gozo oscuro que no salpica; como la pornografía, nos deja participar sin daño en acciones de sometimiento que no nos atreveríamos a ejercer sobre los demás.