Días antes dejó de probar bocado y se entregó por completo a rezar. «No necesito de médicos, mi destino ha llegado», aseguró a sus discípulos. El “Hombre de la túnica morada” falleció el 14 de julio de 1964: vistieron al cuerpo de blanco, con un cordel dorado en la cintura; decenas lloraron ante el féretro, entonando cánticos que él mismo había escrito. Las alabanzas retumbaron en el templo y toda la colonia 20 de noviembre, en la Venustiano Carranza. La carroza más lujosa de Gayosso lo trasladó hasta el Panteón Civil de Iztapalapa, seguida por cuatro camiones de redilas repletos de fieles.

En el camposanto, un grupo norteño interpretó el corrido que en vida le fue compuesto: “Por qué te atreves a decirme loco, si tú y yo somos iguales, con la diferencia de que tú sigues tus males, y yo me los retiro poco a poco”. Los adeptos repitieron las oraciones que les había enseñado Leonardo Alcalá Leos, quien durante 24 años se dijo la encarnación del Espíritu Santo, el “Dios del Tercer Tiempo”. El primero: Moisés, fundador del israelismo. El segundo: Jesucristo.


Es domingo por la mañana. En el templo da comienzo la ceremonia: «Padre Eterno, en tu nombre te pedimos perdón por nuestras faltas», dice, micrófono en mano, una mujer. Habla pausado, alargando las palabras, como Enrique Rambal en “El mártir del calvario”. 40 personas, la mayoría mujeres, están sentadas sobre bancas amarillas de madera que dan al altar donde se encuentra una estatua de Alcalá. A la derecha, un mural mal realizado representa al “Rey de Reyes”, con la virgen María entregándole el Espíritu Santo en forma de recién nacido. Jesucristo y Elías Tisbita atestiguan la escena.

Solemne, la mujer recita la Ley de Paz Leos: 22 preceptos que Jesús dejó a través del profeta jalisciense: «Primero, amarás a Dios antes que todo lo creado. Octavo, no tomarás bebidas embriagadoras. Doceavo, no harás infanticidio en los niños (sic)». Los presentes, cabizbajos y con los ojos cerrados por si tienen alguna visión, citan de memoria los mandatos. Las mujeres siguen la Terra Moda dictada por Jesús a través de Alcalá: falda hasta los tobillos, pelo en cola de caballo. En los hombres no hay exigencias. Todos son campesinos que decidieron inmigrar a la ciudad.


José Antonio tiene 35 años, pero parece de 50. En 2004 llegó al DF tras la muerte de su padre en Copoyan, Chiapas, donde sembraba maíz; aquí es albañil. Vamos hacia su casa, donde me dará unas oraciones que, como todo principiante, debo memorizar.

Llegó al DF a casa de su prima Francisca, en la Bondojito. Se sorprendió con la vivienda de dos pisos y bien pintada.

—Te va bien, ¿qué haces? —le preguntó.
—Hoy te llevo al templo, ya verás.

Así entró al Reinado de Leonardo Alcalá Leos. «Acabo de llegar, no tengo dinero ni casa», dijo a uno de los coordinadores, quien no le ayudó a conseguir trabajo, pero sí le entregó la Ley Universal. «Tengo seis años yendo y me ha ido muy bien de dinero», asegura: hoy José tiene un bocho y una tele de pantalla plana.


«Habla Alcalá Leos: quien no se aprenda mi oración y mis 22 preceptos y no los lleve, no se salvará», pronuncia una mujer. De fuera llega un tufo agrio: el templo, ubicado en Avenida Canal del Norte 312, está en una zona de rastros donde se destaza carne. Las paredes del cuarto, de seis por cuatro metros, donde caben no más de 70 personas, están tapizadas de láminas con revelaciones del mesías mexicano escritas a mano: “Soy la gracia de Dios, el poder universal”, “Está bien que haiga (sic) libertad de prensa, pero no de ofensa”, “Yo soy el Papa, porque voy a imitar a Jesús por orden del Padre Eterno. Y que me siga el que quiera”.

Un círculo se forma cerca del altar. Al centro, un joven con retraso mental y brazos cortos por una malformación genética se convulsiona en el piso. Le rocían agua bendita en la cabeza.

—¿Qué le pasa? —pregunto.
—Es epiléptico pero ya se está curando —dice una mujer mientras me enseña una papeleta: “Si sufres alguna enfermedad dirígete al Doctor de los doctores universal, Él es el único que te puede ayudar después de que pagues las faltas que tienes. Por Leonardo Alcalá Leos”.


La casa con almenas quiere semejar un castillo; dice en la fachada: “Edificio de Ley de los Míos. Oficina General del Reinado”. Nicolás, de 20 años y velador del templo, me dice con acento de fuera: «Allá juera es allá juera, acá adentro es acá adentro: cierre los ojos, concéntrese y si ve algo me dice». Pronuncia una oración y los 22 preceptos.

—¿Vio algo?
—Una luz morada saliendo de dos cerros tapizados de flores —digo lo primero que se me ocurre. Él se queda pensativo, tratando de interpretar mi “visión”.
—¿Morada? ¿Como la del Redentor? —señala con la barbilla un óleo en el que Alcalá Leos viste túnica púrpura.

En su natal Guadalajara, Leos descubrió en la adolescencia que podía curar “milagrosamente” y, a los cuarenta, que era Jesucristo encarnado. Emigró al DF, donde conocidos suyos predicaron que curaba el cáncer, que caminaba sobre el agua.

«Espéreme, le voy a decir a alguien que sepa mejor», me dice Nicolás. Enseguida viene Pedro, sexagenario que en su camisa blanca porta un triángulo rojo que dice “Esquela espiritual de conciencias”: él domina los 22 preceptos, estudia la Biblia del Tercer Tiempo, la que Dios dictó a Alcalá. «Antes de que Jesús encarnara en el Redentor Leonardo, éste predicó los mandatos en tiempo de Roque Rojas», me explica Pedro. La Sociedad Judictora Reinado de Leonardo Alcalá Leos se derivó de la Iglesia Eliasista, fundada por Roque Jacinto Rojas Esparza en 1870. El Profeta Elías, “encarnado” en Rojas, dictó los 22 mandatos que ahora se distribuyen en el templo de Alcalá en una hoja con el sello de derechos reservados.

—¿Entonces los preceptos no son del Redentor? —pregunto a Pedro.
—Mire, mejor lea las revelaciones —responde. Veo en los muros a la Trinidad, donde el lugar del Espíritu Santo lo ocupa Alcalá. Fotos lo muestran con su túnica y una corona en una trajinera en Xochimilco.

La Secretaría de Gobernación los acredita como asociación religiosa. Sus escasos recursos económicos no les permiten siquiera tener una página web. «Se podría decir que nadie nos pela», se queja Nicolás. Cada domingo se pasa entre los fieles una charola. Todos dan cinco o diez pesos.

«¿Le está gustando?», me pregunta Pedro. Le sonrío de poca gana y me voy. El tufo a sangre coagulada llena el lugar.