Los huesos de nuestros héroes insurgentes pronto estarán en Palacio Nacional para que les rindamos homenaje, en un ritual que recuerda más a las reliquias cristianas que a las ceremonias republicanas. Don Porfirio sigue en un exilio parisino que, al parecer, será eterno. Nos siguen gustando en cine, los toros y el teatro, aunque estos dos tienen cada vez menos público, Las currutacas y petimetres abundan en los antros de moda, aunque nadie sepa que alguna vez se llamaron así. Ya no bebemos tanto chocolate por eso de las calorías, pero seguimos comprando productos extranjeros en los centros comerciales. La homosexualidad ya salió del closet, aunque las «buenas conciencias » quieran tenerla encerrada. Las grandes mansiones del pasado ahora son oficinas o restaurantes, mientras que la élite contemporánea prefiere vivir en nuevos desarrollos inmobiliarios, lo más lejos posible de esa plebe que sigue (casi) tan pobre como hace cien y doscientos años. Salir de noche a divertirse puede terminar en una macabra aventura, igual que en el pasado. Mucho sigue igual, sólo que ahora vivimos dentro de un monstruo urbano en el que el campo casi ha desaparecido.

El 14 de septiembre de 1810, cuando el Virrey Venegas fue aclamado por los novohispanos, era imposible saber que sólo dos días más tarde la historia cambiaría para siempre. Cien años más tarde, entre desfiles, fiestas, banquetes, bailes y fuegos artificiales, el país no imaginaba que Don Porfirio abordaría el Ipiranga y que vendrían años de sangre, anarquía y hambre.

Hoy, quizá nos espera otro giro en la historia, a la vuelta de la fiesta bicentenaria.