–Ahí estaba –nos dice la tía. Ahí estaba.
Y entonces repite la historia una vez más. Que la vieja casa familiar en el Centro Histórico era realmente vieja, y antes de que llegara la familia había sido habitada, brevemente, por no se acuerda qué general revolucionario: Zapata, dice, o Villa; uno de esos, o Madero tal vez. Que los soldados del general habían dejado en la casa, oculto, un cofre lleno de monedas de oro. Que eso es lo que hacían siempre los revolucionarios: esconder su oro, para que nadie lo encontrara, en la misma tradición de Hernán Cortés y Moctezuma (¿o era Cuauhtémoc?).
–Lo estuvimos buscando durante años y no lo encontramos: en las paredes, en el techo, debajo de la duela. Nada. Y luego se murió mi papá y nos tuvimos que ir, y entonces nos dijeron que los siguientes inquilinos encontraron el oro en un hoyo en la fachada de la casa, es decir por fuera, junto a donde estaba el timbre. Todos esos años lo tuvimos ahí y casi lo podíamos tocar y no nos dimos cuenta.
–¿Cómo pudieron meter un cofre en un hoyo en la pared? –pregunté.
–Ay, tú siempre de escéptico.

* * *
Todos los tesoros, por supuesto, están siempre al alcance de la mano, y nada más por brutos no los tomamos.
Varias veces han llamado por teléfono a casa anunciando que nos hemos ganado alguna gran oportunidad: ocurre con más frecuencia que las llamadas de primos desconocidos que necesitan urgentemente un poco de dinero.
En estos casos, quienes llaman, representantes directos de la gran oportunidad, nos invitan a conocer la gran oportunidad que hemos ganado, y que tiene que ver de algún modo con aprovechar la gran oportunidad de cumplir todos nuestros sueños. La gran oportunidad se encuentra en algún lugar de la Portales, o cerca de Ermita Iztapalapa, a poca distancia de alguna estación del Metro; de hecho, a lo que se nos invita –dice la voz de la gran oportunidad– es a ir a ese lugar tan cerca de una estación del Metro y conocer esa gran oportunidad que nos podemos ganar.
–¿No que ya nos la habíamos ganado? –pregunté una vez.
La pobre persona que me comunicaba la gran oportunidad, por supuesto, no sabía cómo responder a semejante pregunta y dijo en cambio que la oportunidad era una gran oportunidad y que fuéramos fuéramos.
Fuimos. El lugar de la gran oportunidad y la conveniente localización era un edificio chaparrito de oficinas; la que nos tocó visitar era un cuarto lleno de sillas plegables que miraban a una televisión. Nos sentamos entre varias personas solas y familias y un tipo con traje barato y actitud de predicador nos puso un video: todo lo que nuestra vida mejoraría si aprovechábamos la gran oportunidad de comprar un condominio en tiempo compartido muy cerca de una playa paradisiaca de México. Grandes facilidades de pago permitían a cualquiera aprovechar la gran oportunidad, el auténtico tesoro de un patrimonio y un lugar donde escapar de la vida cotidiana.
Le dijimos que no. De hecho le dijimos que no unas diez o doce veces.
–Ustedes no quieren progresar, no quieren ser felices –nos reprochó, amargamente, mientras retrocedíamos hacia la puerta.

* * *
Por supuesto, también están los avisos más modernos: todos los días llegan a mi correo electrónico diez o doce mensajes de generosos banqueros de Kenia, o de inversionistas en Hong Kong que necesitan solamente un número de tarjeta de crédito.
A veces me da por leerlos mientras se ven, en la televisión encendida, los comerciales del bálsamo («La fuente de la vida», que le resuelve a uno todos los problemas físicos y emocionales), o bien los de los aparatos de ejercicio que permiten bajar veinte kilos en tres días. Tan poco que cuesta ser feliz y uno que no quiere, pienso.