Está anocheciendo cuando doy con el lugar cuya leyenda podría ponerle los pelos de punta a cualquiera, principalmente en el día en que según la tradición, los muertos vuelven para convivir con nosotros. Debido al cambio de horario, oscurece más temprano y encima es puente, por lo que los negocios están cerrados y la calle está más silenciosa de lo que me gustaría haberla encontrado. Una placa de cerámica me revela que estoy en el sitio indicado: ésta es la casa de Don Juan Manuel Solórzano, ubicada en la calle de República de Uruguay, número 90.

Este inmueble, construido en 1783, hoy se renta como un atractivo salón de eventos debido a la riqueza de su estructura colonial. Su eslogan sólo dice “un lugar de leyenda para un evento de leyenda” aunque no menciona que hace cientos de años, un hombre atormentado —que pudo haber sido el primer asesino serial de México, de confirmarse su historia— vivió en esta casa.

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placa (Pável M. Gaona)

***

Cuenta la historia que Don Juan Manuel tenía casi todo para ser feliz: poseía innumerables riquezas, amistades de la nobleza y una esposa bellísima que era además una formidable compañera de vida. Sin embargo —y como el demonio está en los detalles—, había algo que le impedía lograr la completa felicidad: no era capaz de procrear un heredero, sin saber si el causante era él o su esposa.

Decidió que para alejar los pensamientos tristes que lo aquejaban, se dedicaría a la vida religiosa. Solicitó que un sobrino suyo que vivía en España viniera para hacerse cargo de sus florecientes negocios mientras él se consagraba a Dios. Pero esta vida de soledad, lejos de darle paz, lo entregó a una sensación de ansiedad y paranoia, muy cercana a la locura. Entre sus delirios, había uno que lo acosaba sin piedad: creía que su mujer le era infiel y no encontrando evidencia alguna que respaldara su idea, buscó sus propios caminos para descubrir el engaño.

Aquí es donde la leyenda cobra dos caminos distintos: unos dicen que acudió a un brujo, otros que solicitó la ayuda del demonio mismo auxiliado por conjuros y maleficios. Ya fuera el diablo o el hechicero, la instrucción era la misma: para descubrir quién era el hombre con quien su mujer le era infiel, debería vigilar la casa él mismo. A las 11 de la noche pasaría el adúltero, a quien debería preguntarle la hora. Cuando el hombre contestara, Don Juan Manuel tendría que responder a su vez: “dichoso el que conoce la hora de su muerte” y acto seguido, hundirle un puñal hasta dejarlo sin vida.

Así lo hizo Don Juan Manuel, y creyéndose vengado, se retiró a sus aposentos. Sin embargo, en un nuevo delirio, El Maligno se le apareció diciéndole que se había equivocado de víctima y tendría que repetir la operación. Varios asesinatos a sangre fría efectuó Don Juan Manuel, hasta que una noche encajó la hoja del puñal en el cuerpo de su propio sobrino. Presa del arrepentimiento, fue al convento de San Francisco a confesar sus crímenes. El reverendo fue indulgente: lo hizo rezar un rosario durante tres días consecutivos al pie de una horca para lavar sus pecados.

Así lo hizo Don Juan Manuel, a pesar de que mientras rezaba, alucinaciones lo atacaban de forma cada vez más severa: se veía a sí mismo muerto, en los brazos del demonio. Se dice que al tercer día, después de pagar su tercer rosario, por mano propia se colgó para expiar su culpa y para huir de una vez por todas de las imágenes que lo torturaban en su mente trastornada.

Se dice también que desde entonces, varias veces se ha aparecido el fantasma de Don Juan Manuel cerca de la puerta de la que fuera su antigua casa, a las once de la noche. Si al pasar por aquí alguien te pregunta “¿qué hora es?”, sigue tu camino y no mires atrás. Si le respondes que las once, sentirás el frío acero abrirse paso en tus entrañas y tu alma le pertenecerá para siempre al demonio.

¿Alguien de ustedes se atrevería a pasar por la calle de República de Uruguay número 90 a las once de la noche?

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