Los decapitados han dejado a la ciudad pasmada, inmóvil. Una sensación profunda y dolorosa de indefensión hace que la gente hable poco. El crimen acecha, irrumpe macabro en cualquier momento, y sólo queda lamentarse y agradecer ser un vivo. El alcalde Félix Salgado sale a defender el uso de la ley, anuncia que habrá una derrama de 32 millones de pesos en los próximos 50 días para nuevas patrullas, armamento, chalecos antibalas,

uniformes, escudos antimotines. Y, finalmente, frente a los medios suplica al narco: «¡Ya párenle!». Pero su presencia impone poco respeto, no hay modo de sacarse de encima la imagen de político pedestre, por decir lo menos.

La Catedral, atestada, busca un consuelo del arzobispo Felipe Aguirre: «Me pregunta la prensa cómo castigará la iglesia a estos asesinos que llenan de terror nuestra sociedad cortando cabezas: ¿Se los va a excomulgar? No, la iglesia es portadora de la misericordia de Dios y ella está al alcance hasta de los criminales más horrendos».

En Novedades, El Sol de Acapulco, Diario 17, El Sur o La Palabra, la nota roja está empachada. Editorialistas y reporteros analizan y dan cuenta del horror de los crímenes —casi 70 hasta abril—, que confirman lo dicho por Armando Batra en Sur Profundo: «Demasiados guerrerenses mueren de pie. Demasiadas muertes airadas en un estado donde la muerte por punta, filo o bala es muerte natural. Si es verdad que los matados no descansan, Guerrero es una inmensa congregación de muertos insomnes».

La Secretaría de Protección y Vialidad (SPyV), dependencia a la que pertenecían los mutilados, es un ir y venir de telefonazos, policías, periodistas. The Washington Post, Houston Chronicle y Los Angeles Times han llamado a la oficina de prensa de la dependencia. La orden de Félix Salgado es que la comunicación oficial no sea una caja de resonancia, pero a la barbarie no se la maquilla. Jorge Valdés, vocero de la Policía, ha debido atajar el alud de solicitudes de entrevistas. Atravieso el edificio de la SPyV, que es como viajar a una oficina gubernamental de la peor jerarquía en los años 80: archivos por todos lados, pisos sucios, un calor que se carcajea de los ventiladores, funcionarios adormilados, radios prendidas, escritorios desvencijados. En la húmeda y minúscula oficina de Valdés, pintada de rosa, dos chavas monitorean un par de radios. El jefe ha salido. Me siento a esperarlo junto a un vetusto refrigerador Acros, y tomo del escritorio los recortes de la síntesis informativa. La primera hoja es la columna Cepillando, de Jesús Sánchez. Alcanzo a leer el título, “Las cosas no andan bien”, pero Valdés llega y me interrumpe: «No leas eso, no vale la pena». La pido información de los recientes crímenes, pero me aclara que los detalles de los casos me los dará Enrique Gil, fiscal de la Procuraduría estatal. «Nosotros prevenimos la violencia —me explica con pasmoso agotamiento—. No hacemos investigaciones». Pero pronto se olvida del puesto y confiesa: «Los acapulqueños ya no sabemos si tamaulipecos, sinaloenses y chilangos vienen a divertirse o matarse. Nosotros somos de ir a asolearnos con las gabachas, echar tragos o bucear. La ciudad ya no es nuestra: los foráneos vienen a hacerse de sus necesidades, enriquecerse y pelearse en las calles».

—¿Realmente se puede hacer algo contra el crimen organizado?

—Es un enemigo invisible. Combatirlos es hacer rounds de sombra con un rival que opera por sorpresa, clandestinamente y con armas poderosas. El dinero no es una varita mágica. La autoridad municipal cuenta con una resortera frente a cañones 9 milímetros y “cuernos de chivo” AK 47.

A falta de información en la Policía local, camino hacia el edificio contiguo, la Procuraduría del estado, llena de agentes judiciales armados hasta los dientes. Pero mis tentativas en el centro de investigación de los grandes crímenes guerrerenses no darán frutos. El primer día, Enrique Gil, fiscal especial, salió a un rondín. Al otro, estaba dando una serie de “conferencias magistrales” y la tercera vez había salido a comer. En la última de las esperas, mientras leía el periódico sentado, un agente sacó sonriente un cuchillo largo y me lo puso frente al rostro.

—¿Ves esto?

—Sí

—Pues con este cuchillo podría cortarte la melena.—, dijo muriéndose de risa, antes de darse vuelta y alejarse.