Una manera de llegar a Santa Martha Acatitla es tomar la Línea 2 del Metrobús por Eje 4 Sur. Después de Calzada de Tlalpan, los edificios residenciales mutan en misceláneas, talleres, puestos de tacos. Ya en el Canal de San Juan, al desértico territorio de fábricas abandonadas lo cruza la Calzada Ignacio Zaragoza. Hay que bajar en Tepalcates, donde es necesario tomar la línea A del Metro y llegar a Peñón Viejo. Por ahí está la calle César Elpidio Canales. Veo un camión de carga de los años 60, dos microbuses abandonados, casas color verde agua, expendios de tanques de gas. Me detengo en una tortería:

—¿Dónde está la casa de Juanito? —pregunto a la encargada.

—¿Usted qué quiere?

—Soy reportero.

Escéptica, la mujer me hace con la mano una señal que sigo hasta que llego a la iglesia Monte de los Olivos, cubierta por los mismos tabiques grises del resto de las viviendas de esa calle. Enfrente, en la manzana 83, lote 674 A, está la paletería La Michoacana, bajo una casa blanca y gris de dos pisos forrada de pancartas del PT. Aquí, sobre este negocio de su propiedad, vive Juanito, o vivía, antes de mudarse («por amenazas de muerte», dice) al austero Hotel Premier de la colonia Juárez. Toco una, dos, tres veces. No responde nadie. Pero una rendija me deja ver el zaguán: hay un tambo de agua y una mesa para echar ficha. Encima, una manta anuncia: «Bienvenidos a la casa de Juanito, candidato delegacional del PT». En la foto del lienzo Rafael abraza a AMLO. Sonríen.

Toco en otro domicilio dos cuadras adelante. Abre un hombre de gran nariz, ojos ocultos tras lo pómulos y playera con el lema: «Vota por Rafael Acosta “Juanito”». Pregunto por el señor Tomás Acosta. El hombre me mira con hastío: me dice que Tomás no se encuentra.

—¿Usted no me podrá contar algo de Rafael Acosta? Estamos haciendo una semblanza suya.

Mi respuesta parece bajarle la guardia.

—Usted busca a Tomás Acosta. Ése soy yo. Disculpe, pero tantos vienen a buscarlo con pretextos…

El hermano de Juanito me hace esperar en su patio y vuelve con un álbum que abre con cautela. Descubre entre retratos blanco y negro una foto en la que cuatro niños están sentados en una jardinera. El cuarto a la derecha, de unos 10 años, sonríe más que los otros. «Es Rafa», me dice. Rafa, el menor de los 20 hijos de Concepción Ángeles y Rafael Acosta, originarios de Huejutla, Hidalgo, nació un 17 de julio en el DF. Lo demás es dudoso: según Juanito, nació en el 58. «No es cierto —aclara su hermano—: tiene 54». O sea, habría nacido en el 55. De pequeño jugaba bote pateado, matatenas con huesitos de ciruela y canicas en una calle sin agua potable, drenaje ni pavimento. En las cáscaras decía que él era el americanista Enrique Borja, pese a que le iba al Cruz Azul. Y con un pañuelo que colgaba a su cuello (la capa), un palo roto (la espada) y un antifaz obtenido a cambio de tres envolturas de Twinky Wonder, personificaba a El Zorro, el héroe anticrimen que popularizó Guy Williams en la TV desde mediados de los años 50, cuando Rafael vivía su primera infancia.

Dos escenarios clave de su niñez, en los años 60, fueron el mercado de San Juan Pantitlán y la pulquería vecina de Juana Gallo: desde los ocho años vendía paletas y boleaba zapatos. «(Gallo) era una mujer de lana —recuerda a su vez el propio Juanito—. Me dejaba entrar a dar grasa y me daba uno, dos pesos, aunque sus mozos me sacaban. Vestía así como revolucionaria».

Por la chamba fue imposible terminar sus estudios en el CCH Oriente, pese a que sólo le faltaba un año de prepa. «Nunca fui travieso —aclara—: si uno se portaba mal nos tocaban unas tranquizas feas de mis papás».

Fue mesero en la marisquería Los Delfines, cerca de San Antonio Abad, y luego, en 1977, en los hoteles Fiesta Palace y Camino Real, donde fue capitán de meseros. La vida transcurría por las noches y el descanso en el día. «Aunque llegara tarde de trabajar en los puestos o los restaurantes —aclara su hijo Carlos—, tenía tiempo para nosotros».

Doña Concepción, madre de Juanito, no suele abrir la puerta: de 91 años, deja esa tarea a los dos hijos con los que aún vive. Pero hoy tengo suerte. Aparece una mujer blanca de 1.40 mts que me mira dudosa con sus ojos acuosos. Escucha poco y apenas habla. Parece mentira que la anciana de bufanda sobre la boca y delantal a cuadros haya dado a luz a 20 hijos (ocho de los cuales ya murieron). Susurra: «(Rafael) siempre anduvo trabajando, salió buen muchacho». No me puede decir mucho más. Con una calidez de otra era me despide con bendiciones: «Vaya con cuidado, que Dios lo acompañe».