Gabriel seguía llorando dentro de la sala de interrogatorios y pidiéndole a los agentes que lo dejaran ir, que él no había hecho nada malo, mientras soltaba pequeños detalles de lo que había sucedido el día en que su madre había muerto. Poco a poco, comenzó a relatar todo, desde el principio.

Gabriel había conocido a Francisco Cuautecatl García en 2009 en una casa de Las Lomas, en la que él trabajaba como jardinero. Después de una conversación rápida, en la que Gabriel le preguntó al joven de 25 años cosas sobre plantas, que él le contestó de forma amable, Gabriel le dio su teléfono. «Si algún día necesitas trabajo, márcame, yo te lo puedo dar», le dijo.

La necesidad de afecto hizo que Gabriel comenzara a frecuentar a Francisco, aun cuando presentía que el jardinero «no era una buena persona». Lo comprobó en mayo de 2010. Gabriel manejaba el Mercedes Benz de su madre –aun cuando ella le acababa de regalar aquel Audi– e iba acompañado de Francisco. Le había pedido a Himelda que le quitara al guardaespaldas que lo protegía, porque «no se sentía libre».

«Fue por amor, para que no viera que sigo siendo un fracasado.» Gabriel Granados.

Gabriel iba a una cita con clientes en la colonia Guadalupe Inn y, al no encontrar estacionamiento, le dijo a Francisco que lo esperara en el auto. Cuando Gabriel salió de la cita no encontró ni a Francisco ni el coche. Minutos después la recepcionista del lugar salió a buscarlo. Le dijo que había hablado un tal Francisco que le había dejado un mensaje: que no se moviera del lugar, que le habían robado el Mercedes y que iba en un taxi de regreso.

Cuando Francisco volvió le dijo a Gabriel, entre lágrimas, que dos tipos armados lo habían asaltado y que no quería denunciar ante el Ministerio Público porque seguramente lo culparían a él. Gabriel lo abrazó y le dijo que no se preocupara, que cambiarían la historia para que eso no sucediera. Tras el supuesto robo, Himelda contrató dos escoltas para que protegieran a su hijo.

Días después Gabriel buscó a Francisco para pedirle un favor. Estaba desesperado porque no conseguía a nadie que le hiciera el «trabajito» por el que les había preguntado a sus amigos. «Necesito que me ayudes a conseguir a alguien para borrar a una persona que me está haciendo daño».

La respuesta fue rápida y sin titubeos: «Sí, yo te puedo conseguir a dos».

Francisco le pidió su celular a Gabriel y marcó un número. «Qué pasó compadre, te tengo una chamba», fue lo único que alcanzó a escuchar Gabriel antes de que él se alejara. Un minuto después regresó y le entregó su teléfono. «Quiero 200 mil pesos», le exigió. «Está bien, va». Quedaron de verse el lunes 31 de mayo al mediodía en el centro comercial Reforma 222.

Al llegar, Gabriel le pidió a sus guardaespaldas que lo esperaran afuera. Cuando encontró a Francisco, éste estaba acompañado por un sujeto que se presentó como Aldo –en realidad se llama Alan Campos Ángulo, un expresidiario de 20 años acusado de varios robos. «Es él quien te va a hacer el trabajito, y son 200 mil pesos». «Está bien, te lo pago después de que esté hecho». Se despidieron sin acordar fecha ni método.

De acuerdo con fuentes cercanas a la investigación, Gabriel ya había intentado hacerlo él solo: había colocado raticida en la comida de su madre, pero la cantidad fue insuficiente y ella debió pasar una semana en el hospital. En su trabajo y a su familia les dijo que había sido una intoxicación. Tal vez ella también pensó lo mismo.

Un par de horas después del encuentro, el teléfono de Gabriel ya estaba sonando. Aldo, desde el celular de Francisco, le pidió que se vieran ese mismo día en el supermercado Sam’s de Polanco, en el área de comida. Una vez más, Gabriel entró sin escoltas. Aldo le pidió que salieran y lo subió a un Stratus negro. Al volante iba una persona a la cual Gabriel no le vio la cara, pero que aceleró y comenzó a darle órdenes: «Mira, tu ven aquí al Sam’s después de las siete de la tarde acompañado por la persona que quieres desaparecer. Te metes a comprar algo y nosotros vamos a saber que con quien vengas es la que vamos a desaparecer. Ya después te subes a tu coche y tomas Cervantes Saavedra hacia Moliére, una vez que agarres Cervantes ahí vamos a ejecutar y ahí va a pasar todo».

«Ven aquí al Sam’s después de las siete de la tarde acompañado por la persona que quieres desaparecer, nosotros vamos a saber que con quien vengas es la que vamos a desaparecer».

Lo dejaron enfrente del Sam’s y Gabriel le habló a su madre. «¿Dónde vas a comer?», le preguntó. Quedaron de verse en un restaurante en la calle Palmas. Gabriel le debía 400 mil pesos a su madre, quien había financiado uno de sus proyectos. Él le había prometido que ese día tendría el dinero en su cuenta, lo cual no ocurrió. Ella estaba seria y la comida fue tensa. Cuando terminaron de comer, ella se fue a su trabajo y él a su casa, a esperar.

Dieron las 6 de la tarde. Le dijo a sus escoltas que podían retirarse. A las 7:15 le marcó a Himelda para decirle que pasaría por ella a su trabajo para ir a comprar unas medicinas. Ella aceptó.

En el camino recibió una llamada de Aldo: «Qué pasó, te estamos esperando». «Voy un poco retrasado pero no se vayan, espérenme, ya voy para allá», le contestó. Llegaron al Sam’s y compraron las píldoras de alcachofa y las pastillas para dormir. Gabriel nunca vio a sus dos cómplices.

Salieron del lugar y él tomó la ruta que le habían indicado. Pensó que ellos se habían cansado de esperarlo y que ya nada sucedería. Segundos después escuchó el motor de una motocicleta que se aproximaba. Estaban en el cruce de Molière y Cervantes Saavedra. Sonaron los disparos. Gabriel abrazó a su madre y se dirigió hacia el hospital. Lo que no había declarado antes es que avanzó muy lento y tardó 15 minutos en recorrer un trayecto que, sin tráfico y con la prisa que era necesaria en ese momento, podría haber realizado en cinco minutos.

Gabriel aún estaba en el hospital, después de escuchar que su madre había muerto, cuando sonó su celular. Ya había hablado con sus familiares para contarles del «accidente». Cuando contestó, la voz de Francisco sonó al otro lado de la línea. Le preguntó si todo había salido bien y le exigió poner una fecha para realizar el pago. Quedaron de verse dos días después, el 3 de junio, en la calle de Julio Verne, en Polanco.

A la cita llegaron Francisco y Aldo. El segundo fue quien habló: «Todo bien, no hubo problemas, qué bueno que cumpliste porque si no te iba a pasar lo mismo». Gabriel fue al banco y les pagó los 200 mil pesos, producto del préstamo de dos amigos que viven en Mérida. Se despidieron y él les dijo que esperaba no volverlos a ver.

Al día siguiente comenzaron a llegarle a su celular mensajes de texto de Francisco que él califica de «raros» y «cariñosos». Aunque pensó que no lo volvería a ver, el reencuentro sucedería días después, en las instalaciones de la Procuraduría capitalina, cuando todos habían sido capturados.