Quiero dar con ese mundo: el de los rockanroleros presos del pasado, de bandas lideradas por estrellas de hasta 50 años de edad que aún mueven masas: seres de ropa negra, pantalones de cuero ceñidos, chalecos oscuros, cabelleras largas y anárquicas.
En ese intento llego a una casa común: tres pisos, amarilla, en una estrecha calle con las fachadas atiborradas de pintas. Entro a un cuarto desierto de la Nueva Aztacoalco, frontera del DF y Neza. Entre muros blancos hay una mesa redonda, cuatro sillas, dos guitarras, parte de una batería, un bajo y amplificadores. Me recibe Víctor-Tex, manejador de Tex Tex, moreno con la panza marcada por su camiseta ceñida. El hombre que para arreglar la entrevista en cada mensaje de texto firmaba “buena vibra” me sonríe y me pide que me siente junto a los hermanos-miembros del grupo. En cuanto lo hago la silla se deshace. Lalo-Tex, el mayor —hombre en sus 50, cachetes que cuelgan y papada presionada por un collar de colmillos—, me ayuda apenado. Lo siguen Paco-Tex y Chucho-Tex, morenos de espesa cabellera, ojos pequeños y sonrisa constante.
Íconos del rock urbano desde el 86, tienen su hogar musical en un barrio con señoras en delantal, niños correteándose. «Los vecinos se espantaban por las cámaras —dice Chucho—, pero ya se acostumbraron».
Hace casi 30 años Lalo convirtió un tocadiscos abandonado en un amplificador, con el que aquellos fans de The Beatles y The Rolling Stones hicieron sus pininos. Compraron camisas en Izazaga y se pusieron sombreros texanos. Uno de esos días, en un concierto en Zona Rosa, no los usaron. «Como nos reclamaron, ya nunca nos los quitamos», ríe Lalo-Tex, guitarrista que tres días después veré en el Centro de Convenciones Tlalnepantla durante el festival Vive Rock Urbano. Ahí ya tocaron hace un rato Liran’Roll y El Tri. Luis “Haragán” Álvarez, vocalista de Haragán y Compañía, recibe sensual los gritos de «¡Eres mío!» o «¡Te amo!» y él retribuye ese deseo con “El Jesucristo del barrio”, que en una estrofa indica: «lo crucificaron en la cruz».
Cuando la medianoche se acerca aún falta el gran cierre: Tex Tex. Una chava sostiene una chela y con la otra mano se apoya en la valla que protege a los rockeros.
«¡Estos carnales de Tex-Tex son los únicos con huevos para cerrarle al Triii! », grita Alex Lora viendo hacia el otro escenario, donde aguarda la banda de los sombrerudos Paco, Lalo y Chucho. La chava, como si hubieran encendido el turbo de su alma, grita, brinca, hace saltar la cerveza y saluda a sus Tex con la señal rockera de los cuernos.
Agobiados por el calor de este domingo de verano, algunos se quitan sus playeras. La chica de la cerveza grita en agudos cuando surge el tradicional grito de bienvenida del trío: «¿Cómo están, muñecooos?» Las luces embisten a Tex-Tex y la brisa sacude con un aroma a mariguana que se integra con el sudor: un coctel olfativo del que sólo me arrancan los guitarrazos de los Tex. Entre las cinco mil personas del público unos brincan, otros bailan, enloquecidos.
La chava llama a un elemento de seguridad y le ruega pasar al área restringida. «No», le advierten. Se encapricha, hace puchero, bebe cerveza y se calma bailando sola la “danza roquera de los saltitos cruzados”. La ejecución me recuerda a los concheros del Zócalo: brinco corto hacia el frente, brinco corto hacia atrás, cruce de pies y abiertas manos itinerantes entre un bombardeo de batacazos en “El blues de la rata”:
Señor danos hoy nuestro carro de cada día / para cumplir la cuota que nos pide la policía / líbranos de todo mal y de toda violencia / pa’ robarnos otro carro con toda decencia / Nooo nooo me la dejes caeeer.
Un chavo se saca la playera y deja ver su gran tatuaje del Cristo Guerrillero en el pecho. Con la cara tensa, trabada de energía, canta la rola “El toque mágico” abriendo grande su boca de bigote tupido.
Frente al escenario una chica con sombrero texano encañona su celular hacia el templete para captar una foto de sus ídolos. La imita un niño de diez años que se cuela al área prohibida para estar cerca del escenario. Pasmado mira al trío, sonríe, canta.
En el salón, una simple bodega con paredes de lámina, retumba el sonido y la cerveza vuela. La música del grupo suena hasta inaugurar la madrugada del lunes, cuando las huestes rockeras, resignadas, con la ropa negra empapada tras horas de baile y alcohol, ya buscan algún pesero trasnochado que los lleve a casa, aún con la estrofa de los Tex-Tex sellada en sus cabezas:
Me subo al autobús, que lleno, que lleno va / encuentro a mis papás con ganas de pelear / Oye, entiéndeme, no estoy de buen de humor / Me salgo a la calle, no hay nadie con quien hablar / Tal vez necesite un toque mágico / algo que en mi vida quizás me hará cambiar.