Teresa Sánchez -enfermera en un hospital del IMSS- me pide entrevistarla en el cuarto de su hijo. Se sienta en la cama que él usaba, cubierta por una cobija rosa. Ante nosotros queda un altar improvisado. Sobre la pared, tres fotos de su niño aún bebé rodean un Cristo plateado. Abajo, junto a una veladora y un Mickey Mouse, hay una foto del joven con el pelo frondoso. La temperatura está cerca de los 30 grados. La madre del diseñador, sudando a torrentes, enciende un ventilador y coloca su botella de cerveza en el altar de Quetzal, de quien enfatiza su creatividad. Por cinco años, recuerda, fue violinista de la Sinfónica Infantil de Tabasco. «Además, desde niño le gustó disfrazarse: en una misma obra interpretó al Rey de Chocolate, a un venado, a un príncipe y a un indígena», dice orgullosa. Del cuello de la mujer cuelga un gran corazón rojo.

-¿Y ese corazón?
-Estaba colgado en la puerta del cuarto de mi hijo cuando subí al departamento el día que fui a ver qué le había pasado. Desde entonces no me lo he quitado -me dice, apretándolo con el puño.

Veo varias fotos de un Quetzal varonil. Nadador en el Club Campestre, fue seleccionado estatal en triatlón y cruzó los 4 km del Puente Carmen-Zacatal, en Campeche. Para entonces, había desarrollado una musculatura que años más tarde le incomodaría porque anhelaba un cuerpo magro como el de Marvin. «Tenía un amigo amanerado, Tony, al que defendía -dice Araceli Lara, su maestra en la Escuela Moderna Jean Piaget-: siempre defendió a los diferentes.» A los 15 años Quetzal se enamoró por primera vez de un varón: un tímido colombiano de ojos miel, poco mayor que él. Sin embargo, para su familia, él era heterosexual: Natalia, Ariadna y Tzivia habían sido sus novias.

Viajó dos meses a Montreal en 2001 a tomar clases de inglés. Al concluir la prepa regresó a la ciudad de Québec a estudiar Diseño de Modas en el LaSalle College. La colegiatura rondaba los 8,000 dólares al año. «Su mamá se endrogó», me dice su padre. Canadá permitía a Quetzal vivir en tolerancia: usaba ropa ceñida y colorida, cadenas, botas de boxeador. «En Tabasco lo veían raro. Tal vez por eso se fue», dice ella. En Montreal visitaba tiendas de ropa como Influence U, Urban Outfitters y Village des Valeurs. «A veces solo comíamos arroz de chinos para comprarnos lo que queríamos», cuenta Ana Karla, su mejor amiga.

En su estancia en Montreal, su mamá lo visitó. En un restaurante, Quetzal le soltó una frase a quemarropa:
-Mamá, soy gay.
Pasmada, Teresa se levantó de la mesa y fue al baño. Ahí, lloró unos segundos. «Regresé y le dije que no había problema.»
-¿Cómo vivió usted que fuera homosexual? -pregunto a su padre.
-Se fue dando -se limita a contestar.