Hay un dicho popular irlandés que afirma: “nunca conozcas a tus héroes”. Y tal vez sea lo más sano. No hay peor decepción que sentarte en el regazo de Santa Claus sólo para darte cuenta de que su barba es postiza, o cuando al tomarte una foto con los Reyes Magos, te das cuenta de que el negro en realidad no lo es y sólo tiene el rostro sepultado bajo capas de maquillaje.

Este es el sabor agridulce que nos deja Carlos Tomasini en su texto ‘El día que me desapareció David Copperfield’; una travesía que va de la ilusión al desengaño y la lucha por reenamorarse, esta vez voluntariamente, de la magia. ¿Habrá algo que duela más que la pérdida de la inocencia? Difícilmente. Siempre habrá algo que se rompe en nuestro interior, sin posibilidad de retorno, cuando nos enteramos de que la luna no es de queso o de que el Hada de los Dientes no es quien nos deja una moneda —o billete, si eras niño pudiente— bajo la almohada.

Pero volvamos a esta experiencia. En el texto, el buen Carlos nos narra cómo desde la infancia quiso conocer a Copperfield, uno de sus grandes héroes y cómo, por azares del destino y de los rebotes de una pelota que llegó a sus manos en el momento justo, tuvo la oportunidad de ser parte de un acto de magia en el Auditorio Nacional. Él, junto a otros 12 espectadores (él fue el cabalístico 13), se esfumó ante los ojos atónitos de un público que instantes después lo vio reaparecer entre las butacas del Coloso de Reforma.

El tren de emociones que lo atropelló, desde la emoción por haberle estrechado la mano, hasta la decepción por haber visto las entrañas del “engaño”, le dejó el corazón apachurrado. Tuvo que buscar consuelo en otros magos, como Chen Kai, quienes, a fuerza de contarle sus experiencias, le devolvieron un trocito de la ilusión infantil que él creía perdida para siempre.

Si quieres echarte este texto completo, corre por la Chilango de este mes y descubre que, aunque no la magia no es como la imaginabas de niño, existe para quien tiene la voluntad de creer en ella.

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