Por Ruy Feben

A todos éstos ya los conoces: te encuentras por lo menos a dos en tu camino diario al trabajo o a la escuela, en el metro, en un pesero o en la ventana de tu auto. Y también los odias.

¿Cómo lo identificas?

Estás parado en la esquina esperando el camión. Entonces, como venido del cielo, escuchas un grito: “¡Villa-Coapa-metro-Coyoacán-súbale-haylugareeees!”. Del camión cuelga un espécimen que parece la cruza entre chico banda y orangután. Antes de que el camión se detenga, él aterriza sobre la banqueta y empieza a recibir el dinero del pasaje. Luego sube, se sienta en una cubeta junto a la palanca de velocidad del pesero (una araña de plástico encerrada en ámbar) y repite el ritual. Ese asistente de chofer se llama así: cacharpo.

¿Qué quiere?

Su meta última en la vida es ser chofer. Digamos que es un aprendiz de chofer. Así que quiere lucirse con su maestro: cobrar los pasajes en regla, lograr que los que van parados hagan dos filas y “le pasen pa’tras” a conformidad, y echar aguas en una vuelta difícil para que el chofer pueda hacer tranquilamente lo suyo.

Es chocante porque…

Ah, cómo grita. Es el que se bombonea a las nenas que van caminando por la acera. Es el que te grita (eso sí, “de favor”) que te hagas para atrás. Es todo un mandamás del transporte público urbano.

Su empleo alternativo:

Dictador de una pequeña República. Prefecto de escuela. Revendedor de boletos fuera del Azteca.