Los pregones de vendedores de agua, golosinas, antojitos, refrescos,
medicamentos de dudosa calidad, merolicos, pedigüeños, voceadores y
muchos más inundaban la capital novohispana y la ciudad porfirista
. El ruido y los embotellamientos eran, ya desde entonces, una
constante de esta ciudad. Carruajes y jinetes eran el pavor de los
peatones virreinales, quienes morían atropellados por la manera
frenética en que los conducían. Con don Porfirio cambiaron los coches,
pero no los cafres que los conducen
. Además de jinetes, carretas y diligencias, había trenes jalados por
mulitas (que después fueron sustituidos por otros, eléctricos), y
aparecieron los primeros automóviles. Las banquetas eran inseguras, con lozas mal colocadas y agujeros ocultos en los que cualquiera podía romperse una pierna.

La ciudad seguía su pulso. Durante el Virreinato estaba rodeada de garitas por donde entraban
las mercancías para luego ser llevadas a la Real Aduana
, un edificio que
ahora ocupa la Secretaría de Educación Pública, y cuya puerta (tres
veces centenaria) fue destruida por una manifestación de maestros el 3
de junio de 2010. No había libre comercio: los inspectores de la Real
Aduana fijaban un impuesto a cada mercancía que entraba a la ciudad. De
Acapulco llegaban las mercancías que, a bordo de la Nao de China, venían
desde Oriente
: vajillas de porcelana, joyería china, alfombras finas,
sedas. De Veracruz llegaba lo que se importaba de Europa. La ciudad
también adquiría productos nacionales, como aceite de coco, piloncillo,
panela, azúcar, arroz,
cacahuate y muchos más.

De Acapulco llegaban las mercancías que, a bordo de la Nao de China, venían desde Oriente: vajillas de porcelana, joyería china, alfombras finas, sedas. De Veracruz llegaba lo que se importaba de Europa.

Los novohispanos tenían a su disposición muchos
mercados. El mayor de todos, El Parián, ubicado del lado derecho de lo que hoy
es la Plaza de la Constitución, frente al edificio que hoy ocupa el
Gobierno de la Ciudad de México, era un gran mercado en donde se podía
conseguir comida, ropa, libros, muebles, juguetes, licores y otros
productos de importación
. El Parián fue destruido por una turba durante
los primeros años de vida independiente, cuando el acarreo y la
manipulación política de las masas comenzaba a ser una costumbre de
nuestros gobernantes.

Existían también los «cajones»: pequeñas tiendas
parecidas a las accesorias que todavía hoy perduran.
En el Cajón de
Francisco Quintanilla se vendían los boletos de la Lotería Real. Había otros cajones en la calle de San Francisco, en donde las
señoras compraban los vestidos importados de Francia. En esa calle
también estaba el Cajón del francés Pedro Le Roy, quien vendía tinturas
de Girón para los dolores de cabeza, aunque había otras boticas en las
calles de Santa Inés, en la del Refugio y en la esquina del Portal de
Santo Domingo, donde hoy se consiguen títulos universitarios,
identificaciones, recibos falsos y nuevas identidades.

Por toda la ciudad andaban los ambulantes que vendían cocadas, rosquillas de canela, alfajores, buñuelos, tamales y tacos.

En 1810 no había restaurantes en México, sino «almuercerías», donde
se servían platillos diversos, como arroz a la valenciana, huevos
estrellados, puchero, asados de pollo, chiles rellenos y mole de
guajolote. Los portales frente al Real Palacio eran visitados por los sedientos
que querían refrescarse con un vaso de agua de limón, naranja, piña o
chía con horchata. Por toda la ciudad andaban los ambulantes que vendían
cocadas, rosquillas de canela, alfajores, buñuelos, tamales y tacos. En
las pulperías (no confundirlas con las pulquerías, que eran para la
gente pobre que bebía pulque), se vendía aguardiente y vino, pero las
cafeterías eran la sensación
: ahí se leía el periódico o se grillaba a
los políticos de moda. El Café de Medina, ubicado en la Segunda calle de Plateros (hoy
Francisco I. Madero), esquina con La Profesa, era un sitio de reunión
para trabajadores, políticos, periodistas, militares, niños ricos,
dueños de haciendas, embaucadores: un lugar perfecto para el chisme, el
negocio y la política.

Con don Porfirio la situación cambió, pero no tanto. Desaparecieron
las aduanas internas pero se mantuvieron muchos de esos grandes
mercados, al tiempo que nacieron otros, como La Merced, San Cosme, San
Juan y Dos de Abril. Sin embargo, el gran comercio porfirista se dio con
la construcción de los primeros centros comerciales, en donde la élite
podía comprar los productos más exclusivos. "El Puerto de Veracruz" pertenecía a los señores Signoret, Honorat y Compañía. Como un Parián moderno, allí podían conseguirse toda clase de productos importados. Pronto tuvo competencia: «El Palacio de Hierro», propiedad del francés Henri Tron sigue allí, ofreciendo sus mercancías
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"El Puerto de Veracruz" pertenecía a los señores Signoret, Honorat y Compañía. Como un Parián moderno, allí podían conseguirse toda clase de productos importados. Pronto tuvo competencia: «El Palacio de Hierro», propiedad del francés Henri Tron sigue allí, ofreciendo sus mercancías.

Las cafeterías seguían de moda, aunque ya no eran las mismas que cien años atrás. El Café Colón, el Pane y el Chapultepec reunían a la sociedad porfirista, aunque la élite siempre prefirió ir a la Casa de los Azulejos, que entonces alojaba al Jockey Club y hoy es uno de los Sanborn’s más famosos. Para comer, lo mejor era el restaurante París, el Sylvain, el Prendes, o hacer un largo viaje hasta el San Ángel Inn, restaurante que aún congrega a la élite de la ciudad. Algunos comían hasta seis veces al día. La mañana comenzaba con una taza de chocolate (un placer que pervivía desde el Virreinato), para luego almorzar a las once, comer a la una, tomar otro chocolate a las tres, merendar tras rezar el Rosario o ir a los toros (siete u ocho de la noche) y terminar con una cena entre las 10 y 11 pm. Los que no podían darse esa vida sobrevivían con una dieta basada en el maíz y el frijol. También comían verduras, como los quelites, algunas frutas, huevos. Carne, casi nunca.