«Porfavorcito, señito, ¿sería tan amable de darme permiso?». Parece que en esta ciudad el único contrapeso posible para el caos son los modos amansaditos (así, en diminutivo) y cargados de servilismo involuntario: «ahorita», «mande», «dispense», «¿lo molesto?», «en tu pobre casa». La retórica del siervo llega a niveles ridículos cuando intentamos dar la vuelta a peticiones y sentencias que sentimos demasiado fuertes: en vez de «ya no hay brownies», en una cafetería promedio nos dirán: «Híjole, güero, fíjese que es de que ya no le manejamos lo que viene siendo el brownie». El ridículo máximo: cambiar un «pero» por un: «pero mas sin en cambio». Aprendamos: no hay nada más amable que la economía del lenguaje.