En los estados del noroeste, los chilangos son “guachos”. Según la Real Academia significa que han perdido la madre, otra forma de decir bastardos, en 1984, el sonorense José Terán publicó un libro emblemático: El cazador de guachos. José Manuel Valenzuela considera que tal ensayo plantea «una concepción racista que lleva el regionalismo al extremo». En sus páginas, Terán nos define como unos «codiciosos y dispuestos a todo, apáticos y procaces, especie de aborígenes altiplánicos, sanguijuela capitalina, mitómano, homo esmoguis (más esmoguis que homos), penitente nahuatlaca, homo hipersexualis, don Juan teotihucano, jijoelachingada».

La primera edición de 2 mil ejemplares se agotó en Sonora en quince días.

En la península de Yucatán llaman “guaches” a los defeños: persona ruin y canalla según la real academia.

Hay un caber foro llamado “invasión de chilangos en Mérida”, sitio administrado por la universidad autónoma de Yucatán. Uno de los participantes un tal “Cloro”, asegura que a partir de “la invasión” hay más delitos en la ciudad, «traen sus sucios hábitos y sólo vienen a tratar de hacernos menos, cuando ellos están en nuestro territorio, descendientes de la tribu azteca, carecen de cultura y sólo se dedican a hacer escándalos, fiestas lujuriosas…»

¿Pero quién ha invadido a quién? Resulta que 23% de la gente que vive en el Distrito Federal no nació aquí, mientras que en Yucatán los, que no son yucatecos son 7%. Sergio Sarmiento publicó una vez: «casi cualquier ciudad del mundo sería hostil ante los foráneos ante una invasión de esa magnitud. Pero los chilangos pese a nuestra fama de prepotencia hemos recibido sin chistar esta marea humana, los arribantes han encontrado en la ciudad acomodo y empleo.»

INFIERNO GRANDE

En 1987 llegó el INEGI a instalar sus oficinas con 3 mil empleados en Aguascalientes, capitalinos la gran mayoría. Para que los empleados de la dependencia se mudaran, el gobierno federal construyó viviendas, escuelas y facilitó el empleo para la cónyuges.

Eran condiciones que chocaban con las que el gobierno local podía ofrecer a los propios hidrocálidos.

Los chilangos, relata Carlos Welti, acostumbrados a largos trayectos en automóvil de la casa al trabajo, del trabajo a la escuela de los niños, en Aguascalientes se encontraban entonces con mucho tiempo sin saber como ocuparlo. Eso genero conflictos maritales. En la gran ciudad el anonimato permite llevar una doble vida con cierta holgura, pero ahí las infidelidades se descubrían pronto. Hubo una gran cantidad de divorcios entre los empleados del INEGI. Y ni el divorcio y mucho menos el adulterio son tolerados en ciudades como Aguascalientes. Resultado: los chilangos eran mal ejemplo para las familias porque pervertían los valores y las tradiciones. Máxime cuando muchas veces estaban involucradas las muchachas locales.

Roy Campos, director de Consulta Mitofsky, fue uno de los empleados que llegaron con el INEGI. «Para hacer buenas migas, al presentarse mi esposa con los vecinos y decirles que veníamos de México, si observaba alguna mala cara, siempre agregaba: “Pero somos buena onda, mi marido si es provinciano”».

Cuando llegué al DF, ahora era yo el que hablaba raro, el que no conocía Cuerna ni “Teques”. Nunca me causó gracia que me dijeran provinciano o que venía del «interior del país» (¿a poco estar en el Distrito Federal es estar en el exterior del país?). Soy parte de las más de 377, 000 personas que inmigraron a la ciudad entre 1995 y 2000, cifra que equivale a la población masculina que tiene la capital de Chihuahua. Soy uno más que se suma al anonimato que otorgan 8 millones y medio de habitantes en el Distrito Federal, Y cerca de 20 millones con toda la zona metropolitana. Casi la cuarta parte de los que vivimos en el DF nacimos en otro lado, en una ciudad seguramente más pequeña y tranquila pero también más limitada y con menos oportunidades de vida que ésta.