Empecé el día como siempre. Me bañé, me vestí con lo primero que saqué del closet, tomé un sorbo rápido de café, me puse la back pack al hombro y salí corriendo. Caminé hasta la estación del metrobús mientras me colocaba los audífonos. Subí el primer escalón del transporte público con la mirada clavada en la punta de mis tenis. Los primeros acordes de la canción empezaban a sonar. Busqué distraídamente un asiento desocupado. No lo encontré. Así que me coloqué cerca de la ventana. Mis tenis seguían con la misma mancha desde hace tres meses –se parece al casco de Darth Vader– pensé.

Sentí una extraña conmoción en el ambiente, el rumor de voces sorprendidas aumentaba rápidamente hasta no dejarme escuchar la música. Tuve la extraña sensación de que alguien fijaba pesadamente su mirada en mí, me sentí tan observado que tuve que girar la cabeza para ver a través de la ventana. Un enorme ojo enmarcado por unas alucinantes pestañas largas me miraba sin parpadear, era una jirafa que rumiaba apaciblemente una verde rama mientras caminaba a un lado del metrobús. Pensé que estaba dormido, pero cuando logré recuperarme de la sorpresa alcance a ver sobre el camellón de Insurgentes en el cruce de Reforma un dromedario que buscaba insistentemente, con sus curveados labios, algo entre los arbustos del camellón. Más lejos, dos chicas que patinaban sobre Reforma eran perseguidas por un par de avestruces que extendía sus alas en busca del vuelo eternamente negado.

Mi sorpresa era tal que decidí bajarme para contemplar más de cerca el espectáculo digno de una película de Luis Buñuel. Así que –entre los gritos de dos mujeres que me decían que no era seguro abandonar el metrobús, los rezos de un grupo de monjas y el llanto de un hombre que hablaba del Apocalipsis– me bajé en la estación Revolución y caminé sobre Insurgentes. Afuera, la presencia de animales que no pertenecían a la fauna habitual de la ciudad parecía no alterar las actividades de la gente de la zona. Llegué hasta la Plaza de la República donde un grupo de niños jugaba con dos amistosos venados. En una de las columnas del Monumento a la Revolución un león rascaba perezosamente su espalda, mientras un águila calva sobrevolaba el lugar y un oso grizzly dormía profundamente en una de las bancas de la plaza. En la cafetería a un lado del Frontón México se encontraba una tropa de viejos con boinas y puros alrededor de una mesa escuchando la radio: “El grupo denominado “¿Y por qué no?” ha decido liberar a todos los animales del Zoológico de Chapultepec. Los animales han acogido con tranquilidad el acontecimiento, pues se han mostrado contentos de volver a convivir con las personas como lo hacían al principio de la creación. Por su parte los ciudadanos han decidido entrar en contacto con su lado natural y apagar computadoras, dispositivos móviles, tablets y demás aparatos electrónicos, para ir a jugar con los conejos, descansar sobre el caparazón de monumentales tortugas y hundir los dedos entre el pelaje de las simpáticas llamas”.

Entonces decidí volver a lo básico, olvidarme de las manchas en mis tenis y permitirme ser libre y natural. Corrí a treparme al árbol más cercano con los chimpancés que me recibieron cálidamente como uno de los suyos. Juntos aventamos puñados de hojas a todo aquél que pasaba por debajo del árbol. Me reí como nunca. –¿Por qué no atreverse a volver a lo básico?– pensé.