Jaime Camil, el “Fernando Mendiola” de La Fea más Bella, puede presumir un puesto de privilegio en el imaginario colectivo. Taxistas, meseros, empresarios, la gente de a pie y la que no lo es, lo reconocen como un gran rico de la ciudad, y refieren varias leyendas. «Hay tantos mitos sobre mí —me cuenta Camil vía telefónica—: la única pelea que tuve con Luis Miguel fue frente a su casa porque éramos vecinos. Un día estábamos en los veleros, me hizo carita de… y me le fui a los madrazos. También los guías del yate Acatiki les dicen a los gringos que mi casa es la de Brad Pitt y luego inventan que mi vecino es Plácido Domingo. De todos los mitos sobre mí, 90 % es mentira.»

Hijo del empresario Jaime Camil Garza —dueño del Club Residencial La Cima— y la pintora (ex cantante) Cecilia Saldanha da Gama, se ha agasajado al sex appeal acapulqueño. Antes de hablar, me pide darle un lugar a su carrera actoral: «no quiero perderme en las pendejadas de Paulinita Díaz Ordaz ni en un socialité que nunca he sido. Que el reportaje sea «Camil, actor de cine, ganador de la Diosa de Plata, ahora en el proyecto más exitoso de la televisión». No olvides mi profesión. En Estados Unidos, si Brad Pitt habla de la fauna del amazonas, dicen ‘oscar winner actor’ o ‘Brad Pitt, who is currently working in his new film, was seen in Africa with Angelina Jolie’.»

Camil es un habitué de Acapulco, donde estuvo en Semana Santa. Acude al gimnasio Condesa, descansa en su casa, se asolea en el yate, va al restaurante “Mi Barquito” de La Quebrada.

—¿Y la inseguridad del puerto?

—En el DF sólo uso un auto blindado, pero en Acapulco mi papá me presta cuatro elementos de seguridad. Lucio Cabañas era de Acapulco (sic) y el EPR (Ejército Popular Revolucionario) es de Guerrero. El estado es líder en criminalidad. Si una ciudad amanece con pinches decapitados, dices “qué pedo, carajo”.

—¿Y en ese clima es posible divertirse?

—Acapulco tiene la peor reputación, pero es muy afrodisíaco. Tener novia o ligar en Acapulco es más intenso que estar con una mujer en cualquier otro lugar del país. Salgo poco, voy al Baby’O cada tres meses y no consumo alcohol ni droga.

— ¿Por qué el Baby’O sigue siendo el lugar preferido?

— No tengo la menor idea de por qué el Baby gusta tanto. A mí me ponen

“Ese hombre es mío” de Paulina Rubio y digo “¡No puede ser…!” Pero el Baby tiene lo que el Jimmy’Z (discoteca de Miami): siento que el lugar es mío. Ahí hago lo que quiero, me atienden bien, van muchos amigos.

—¿Con el tiempo cambió mucho el puerto?

—Acapulco ha sido el destino de playa mexicano más paradisíaco, pero antes era más chic. Me concibieron en Acapulco y viví ahí mucho tiempo. En Acapulco viví todo, no sólo el: “¿vienes a mi casa a Las Brisas, gueeey?” O sea, no. El fin de semana pasado fui a Acapulco después de un año de estar en Broadway haciendo teatro. Fue un regalo de Dios. Me gusta descansar en la casa, asolearme en el barco, ir a Pichilingue y escalar la piedra de La Quebrada para aventarme con los clavadistas.

VICTORIA

Chicas y Tabares, los grandes table-dance de la ciudad, se alzan en el cruce de caminos del bien y del mal: la esquina de avenida Farallón y la Costera Miguel Alemán. La primera, que comienza en la Diana Cazadora, es la ruta de acceso hacia la Zona del Valle, epicentro de la violencia y las narcotiendas. La segunda es el festivo paraíso de los hoteles frente al mar, los restaurantes y discos.

Es en esa coordenada, donde Grecia, mujer portentosa, madre y protectora de las teiboleras de Acapulco, concilia, por la fuerza del deseo, a pobres y ricos. Una noche, antes de iniciar el show, subo al Chicas, del que es gerenta, para pedirle una entrevista. En la oscuridad, un guardia vestido como gangster de la Prohibición me lleva a una mesa colocada junto a los 25 armarios cubiertos de espejos, en los que las bailarinas guardan vestidos, cosméticos, zapatos y corsetería. Apoyado en la barra con mirada de Bogart, el vigilante no me perderá de vista hasta que me vaya de ahí.

—¿A quién esperas? —me dice una jovencita, sonriendo y con los senos descubiertos.

A su lado, unas 10 bailarinas se pintan los labios, ponen crema a sus muslos, bromean y caminan desnudas a mi alrededor, como si yo no existiera. «¿Estela, tienes mi plancha?», pregunta una. El ambiente huele a una mezcla de perfume, crema, piel de mujer y limpiador de pisos. Grecia, sentada en el escenario, ha dirigido una plática de casi media hora entre meseros y meseras. «Música, música», grita, dando por terminada la junta y acercándose segura, con «mi sonrisa número 18» («la que tenemos dibujada todos los artistas», como dice), para platicar unos minutos y decirme que la entrevista le interesa mucho. Sólo me pide llamarla por su nombre real, Victoria, y encontrarnos en un Vips.