Las paredes del estrecho pasillo estaban tapizadas de carteles y anuncios en hangul, el alfabeto coreano. Había un olor amargo y una luz apenas iluminaba el pasillo. Cajas apiladas con verduras que nunca había visto. Una televisión transmitía un drama asiático. Un congelador industrial contenía bolsas de plástico con pescados y carne, y frascos rellenos de kimchi, el curtido de col con chile y especias que no falta en ninguna mesa coreana. Una señora regordeta con mandil hablaba por teléfono al lado de la caja registradora y me observaba de reojo. Un muchacho de lentes acomodaba unos paquetes en uno de los estantes. Me acerqué a él.

-Hola, disculpe, ¿habla español?

Me miró y apenas esbozó un gesto.
-Me gustaría hablar con los dueños, soy periodista.

La señora comenzó a decirle algo al muchacho en tono exaltado. De no sé dónde llegó un señor mexicano.
-Dígame, ¿qué quería? -preguntó.

Expliqué que estaba haciendo un reportaje sobre la comunidad coreana en México y que quería entrevistar a los dueños.
-No, no van a querer -respondió.

Nada logré; tampoco era mi primer intento. La señora volvió al teléfono pero con la mirada ordenó que todos regresaran al trabajo, y yo, al mundo de donde vengo.

En pleno centro de la ciudad de México, entre Chapultepec y Reforma, hay una frontera invisible. Sus habitantes no hablan ni escriben como nosotros, no comen lo mismo, escuchan otro tipo de música y ven telenovelas donde nadie se da un beso. Tienen sus tiendas de víveres y de renta de películas, sus iglesias y escuelas. También tienen su propio médico, dentistas y acupunturistas. Se cortan el cabello sólo en sus estéticas y se divierten en sus cantabares. Aquí han trasladado su modo de vida, sus sabores, su habilidad para los negocios y su cultura.

Quería saber de dónde vienen, qué hacen, por qué se instalaron en México. Entrar a su mundo requiere paciencia, tolerancia, astucia y, de preferencia, un intérprete. Si eres extranjero (mexicano, en este caso), te costará trabajo; pero si eres una mujer que, encima de todo, busca hacerlos hablar, parecería imposible. Poco después descubriría que la pequeña Corea del DF es un viaje al otro lado del mundo sin salir de casa.