Voy al Reclusorio Oriente, en Iztapalapa, para intentar comprender de su voz las razones para matar a dos semejantes en Balderas. En el trayecto recuerdo que Erasmo me dijo: «No sé si todo México (DF) es así, pero qué feo es Iztapalapa.»

Paso una aduana. Como visto de negro, un guardia me pone una casaca guinda para distinguirme de los custodios. Separados por barrotes, en los locutorios los abogados platican con sus clientes presos. Me acerco a un acusado de secuestro que espera una apelación: «Aquí dentro todo es posible, pero ese tipo que estás buscando es imposible de contactar.»

Luis Felipe Hernández Castillo está aislado de los dormitorios comunes, bajo estricta vigilancia, en la celda 3-3. En una lista a la que tengo acceso leo los nombres de las únicas cuatro personas con su mismo nivel de reclusión: totalmente solos y con estricta vigilancia las 24 horas del día, el trato especial para personas en riesgo de ser asesinadas o suicidarse.

«No, amigo, no se va a poder», me dice terminante un guardia cuando le digo que quiero darle un recado a Luis Felipe de parte de su familia.

Al entregar mi gafete a la salida de la cárcel, pienso si acaso hallé las semillas de la locura en un hombre como millones en México: ahogado por la miseria, el hambre, la sequía, el cambio climático, el desempleo.

La razón exacta de la tragedia en Metro Balderas tal vez ni siquiera las tenga el campesino que espera una sentencia, de 20 a 50 años, en la celda 3-3.