El centralismo que nos caracteriza se concentra especialmente con nuestros vecinos más cercanos. Entre desconocimiento y mala leche para el chilango, Toluca no pasa de ser una ciudad espantosa a la que sólo se va por chorizo. Su equipo los Diablos Rojos, son rivales acérrimos de nuestros Pumas, Águilas o Cruz Azul (aunque vengan de Hidalgo). Por si fuera poco sus aficionados sin ningún pudor muestran en masa sus panzas frente a las cámaras de televisión. No abundan los chilangos que conozcan Neza. Cabeza de Juárez sólo nos enteramos en la nota roja y nos viene a la cabeza un territorio comanche de asaltos y asesinos con cuchillos sin filo. Los Reyes la Paz y Chalco son sólo un triste paisaje en la carretera a Puebla.

Tenemos una visión estereotipada de esos poblados rurales del Estado de México que

—como Xochimilco y Cuajimalpa—, de ser pintorescos caseríos de maizales y vacas, en pocas décadas se vieron arrasados por la ciudad. La urbanización cambió el adobe de las casa ejidales por el tabique gris y la barda eternamente pintada con propaganda electoral. A su vez, los suburbios urbanos mantienen un aire provinciano en el que todos se conocen. Pueblo chico, chisme grande, así sea en zonas recidenciales como La Herradura o Tecamachalco.

Habitar en un contexto en el que todo mundo se conoce tiene ventajas y desventajas. Adriana Caraza, diseñadora gráfica que creció en La Herradura, municipio de Hiuxquilucan, da un ejemplo: «una vez que venía con unos amigos regresando de un antro, ya a punto de llegar a casa nos pasamos inocentemente un alto. La patrulla nos empezó a perseguir y, como los policías del Estado de México son más gandallas, decidimos ocultarnos en el Club Britania. Imagínate, entré corriendo a las siete de la mañana, vestida del reventón. Obvio me vieron todas las amigas de mi mamá que ya estaban ahí. Por otra parte, en la entrada como me conocían desde chiquita, no dejaron pasar a los policías». También hay cosas que sufren tanto los visitantes como lugareños, por ejemplo el tráfico y el transporte público. «Los taxistas son los peores, nunca traen taxímetro y cobran lo que se les da la gana. No hay camiones, sólo combis incomodísimas, en las que te vas viendo las caras.

Cuando crecí y empecé a irme con mis amigos a Coyoacán, como aún no tenía coche, hacía hasta una hora y cuarto.»

Pero entre todos los ambientes del Estado, nuestros villanos favoritos son los oriundos de satélite, municipio de Naucalpan. Al chilango promedio la simple mención de ese suburbio puede provocarle escalofríos. Por lo menos le hace evocar un embotellamiento a hora pico en viernes de quincena tratando de pasar por donde estaba el Toreo de Cuatro Caminos. «No hay pasión que dure más allá del Toreo», sentencia el escritor Juan Villoro. «Si conocías a una chica fantástica que vivía en Satélite y tú vivías en Tlalpan, estabas perdido.»

Los chilangos tenemos de Satélite la noción de un mundo de gusto recargado y de provincianismo malinchista. Y si en el interior de la república nos quisieron enjaretar de manera peyorativa el sobrenombre de chilangos, nosotros les endosamos a nuestros vecinos el de satelucos. Con el tiempo, los apodos se han convertido en motivo de orgullo e identidad.

El sobrenombre terminó siendo sinónimo de demasiadas cosas. El sateluco en la mente chilanga equivale a una serie de prejuicios, el social climber, el de la ropa de tianguis, el arribista el wannabe. El que habla como si tuviera una papa en la boca sin ser de Lomas. El que protagonizaba peleas en las discotecas en los años 80. El de coche achaparrado con stop en la placa y neón en el chasís. La chava era una santa en su casa y una golfa en los antros, obsesionada con casarse con un niño de La Herradura. La horda ultracatólica con una iglesia en cada esquina que recibió al Papa en el Colegio Cristóbal Colón. Espíritu religioso que queda de manifiesto en su diario peregrinar al DF para trabajar, auténticos mártires de su geografía. El de una ciudad provinciana en la que n o hay nada que hacer más que dar infinitamente vueltas en el coche cada fin de semana. El de un lugar inhóspito con el fuereño en que los circuitos —como llaman a sus calles— no harán más que perderlo durante dos horas en la búsqueda de una dirección.

«Es como que ochenteno, desde cuando la gente podía conseguir productos gringos en Satélite, antes del TLC. Compraban la teoría de que vivir en Satélite era como estar en estados Unido. De ahí viene la prepotencia típica, la misma que tienen al achaparrar los coches y llenarlos de neones. No hay forma de que no nos desagraden ese tipo de actitudes», afirma Francisco Alanís, mejor conocido como Sopitas, locutor de la estación Reactor.

Finalmente todo queda en el cliché, porque hasta ahora no se sabe de nadie quien se haya negado un trabajo por vivir en el Estado de México.