La silla rechina cuando Armando selevanta. Pesado, mueve un pie delante del otro: cada una de sus piernas seembute en un pantalón tan amplio que sólo se consigue en tiendasespecializadas. Recorre los 10 metros que lo separan de la tarima con lalentitud de quien carga a otra persona. Y casi: Armando tiene 75 kilos desobrepeso. Luego de lentos segundos, tras apoyarse en la mesa sobre la tarima,por fin llega al estrado. Su voz sale cortada, como atrapada entre kilos ykilos de carne:

«Hola, compañeros -dice jadeando, sudando-, mi nombre es Armando y soy comedor compulsivo.»

«Hola, compañeros -dice jadeando,sudando-, mi nombre es Armando y soy comedor compulsivo.»
«Hola, Armando», contesta un auditoriode 15 personas que, juntas, deben pesarunos dos mil kilogramos. Dos toneladas, lo que pesa un rinoceronte promedio olo que pesan dos autos.

De las paredes del pequeño cuarto,dentro de un edificio cualquiera de la colonia Álamos, penden decenas demensajes a modo de recordatorio para lo que todos ellos hacen allí. «Evitaservirte dos veces», por ejemplo. Uno de los asistentes mira de reojo esosmensajes justo antes de recargar sus codos envueltos en carne trémula sobre lasrodillas, para sostener su frente entre las manos y suspirar, como si recordaraque olvidó hacer la tarea. Mientras, Armando habla:

«Compañeros, el sábado rompí miabstinencia. Chistoso, porque ése fue el día de la abstinencia -risas nerviosasdel auditorio; Armando sonríe con mirada triste; continúa-. Volví a comerazúcar y harinas refinadas. Fue por la fiesta, ustedes me entienden. Me empaqué12 o 13 quesadillas fritas, cuatro panes de dulce -risas de nuevo; cruce demiradas culpables de los asistentes-. Yo digo que para qué ponen tanta comida,si es día de la abstinencia, ¿no?»

Detrás de Armando cuelga una cartulinaque describe los 12 pasos que este grupo de comedores compulsivos anónimos repitede memoria al inicio de cada sesión: «Admitimos que éramos impotentes ante lacomida, que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables», dice el primero deellos. Pero es como si esa cartulina no existiera o como si fuera un chiste.Mientras Armando les recuerda a sus compañeros lo rico que sabe el chicharrónprensado, otras frases parecen gritar desde la pared para combatir el problemade comer compulsivamente: «Mastica cada bocado hasta formar una masa suave»;«Toma tu tiempo: no comas demasiado rápido». Los asistentes, ajenos a ellas, sesoban los labios, tratando de aplacar la saliva que intenta gotearles por laboca.

Dos mil kilos repartidos en las 15personas de este cuarto. Ellos, según cifras de la Organización Económica parala Cooperación y el Desarrollo (OCDE), comparten su enfermedad con otros 30millones de mexicanos obesos: una ciudad de México y media; la mitad de lapoblación de Francia, el país con más delgados en Europa. Si cada obesomexicano pesa más o menos lo que cada uno de los presentes en este cuarto,hablamos de que sólo la tercera parte de la población de este país pesa entotal 3.5 billones de kilos. Tres cuartas partes de una luna de Plutón.

A lo largo de dos horas, los 15miembros del grupo suben al estrado, cuentan sus historias, se ríen de símismos: se toman por enfermos, hablan de sus emociones, se culpan por comertanto. Algunos se sienten orgullosos por sus avances, otros apenas se sueltan allorar. Analizan los motivos detrás de su obesidad, sin darse cuenta de que sushistorias personales encierran una pregunta que todos nos hacemos: ¿Cómo fueque llegamos a ser el país con más obesos en todo el mundo? Por un momentopareciera como si otro asistente, fantasma, esperara su turno para subir alestrado: «Hola, soy México y soy comedor compulsivo».

31665Evoluci?n

Evoluci?n (Duilio Rodr?guez)