Por: Aníbal Santiago
Fotos: Sebastián Beláustegui

Fernando da el último sorbo al consomé: «Muchas gracias, Eladio, muy rico.» Toma la servilleta de tela y seca suavemente sus labios. El sirviente sonríe cordial, retribuye al joven empresario discotequero del DF con un “permítame”, recoge el tazón y gira hasta perderse en silencio, con su guayabera blanca, en los vapores de la cocina. El huésped en turno de la residencia de Viviana Corcuera —legendaria socialité de Acapulco—descansa su mirada en un paisaje delicioso: la blanca cadena de hoteles coronando la costera, diminutos desde este punto elevado, y el mar que se abre, salpicado por la estela de espuma de los yates.

En el comedor de esta casa de cinco plantas en Las Brisas, junto a la alberca y el asoleadero, Fernando ocupa una silla con vista al poniente. A las 6 de la tarde del 12 de abril, inicio de Semana Santa, dirige sus ojos azules al otro azul, el de la bahía, coronada en el otro extremo del puerto por los acantilados sobre los que corre la avenida Pie de la Cuesta. Él no lo sabe pero en el número 8 de esa avenida, donde se encuentra la concesionaria Honda 2R, en este mismo momento el empresario Roberto Herrera Luna sale a recibir a dos personas que bajan de un Seat Ibiza rojo sin placas. Uno de ellos, de gorra negra, sin mediar palabra le apunta con una pistola calibre .380. En un parpadeo le descerraja cinco tiros, uno en la cabeza y cuatro en el torso. El asesino y su acompañante huyen. Herrera, de 49 años y padre de dos menores, muere desangrado entre 20 motos en exhibición, frente a su esposa Rossana.

Bienvenidos a la Perla del Pacífico. Es un miércoles de 2006 y sobre la Carretera México-Acapulco empiezan a ingresar los miles de autos que la semana mayor colmarán de turistas un puerto de economía pujante. En el aeropuerto, Delta Airlines inaugura las rutas Nueva York-Acapulco y Atlanta-Acapulco, con las que engrosará el altísimo nivel de ocupación de la exclusiva Zona Diamante, que el año pasado absorbió la mayor parte de los cerca de 700 millones de dólares de inversión turística que captó la ciudad. El puerto, top of mind del turismo nacional, despilfarra billetes verdes y se divierte como un magnate.

Hasta hace poco, se decía que la ciudad había perdido su glamour. Que nada era ya como en los ‘50, cuando la “Pandilla de Hollywood” —encabezada Tarzán (Johnny Weissmuller) y el vaquero de Iowa John Wayne— compró al empresario Rafael Alducin una casa paradisíaca para convertirla en el Hotel Los Flamingos. La vida en los más altos, apartados y enigmáticos riscos del puerto era lo que muchos mortales sueñan: mar, descanso, sexo, lujo, buen comer y juerga.

Otros, apegados a la nostalgia por lo nuestro, recuerdan a Tin Tan paseándose en su convertible rojo para recoger a las “Babes Galeana” —hermanas bellas y adineradas, dueñas de la gran farmacia Cruz Roja— y más tarde buscar en la primaria Manuel Ávila Camacho, de la costera, a Elisa Padilla, maestra de curvas infartantes cuya sensualidad codiciaba todo el que se dijera hombre. Y desde esa escuela, retacados de erotismo los asientos de atrás y adelante, al Bum-Bum, el centro nocturno que a un costado de Caleta reunía a grandes orquestas cubanas para que Tin Tan, Rita Macedo, María Félix o Pedro Armendáriz bailaran entre otros famosos, flirtearan entre acaudalados.