En los últimos 30 años, Neuquén se ha convertido en la gran ciudad de La Patagonia. Gente de otras provincias llega atraída por la bonanza bajo su llanura rojiza, rica en petróleo. A esa búsqueda quedó ceñido el destino de Mario y su familia, originarios de Darwin, pueblo de mil habitantes en la vecina provincia de Río Negro, donde el chico vivió hasta los once años.

Mario -nacido el 28 de diciembre de 1967- fue el ansiado varón, luego de que el conductor de trenes Julio Palacios y su esposa Doelia tuvieran a Mónica, Patricia y Graciela. La familia abandonó Darwin para instalarse en el barrio ferrocarrilero de Neuquén.

En la dictadura militar argentina, que se extendió del 76 al 83, los Palacios sufrían. La madre de Mario, una obrera, al cumplir su turno transportaba a los empleados a sus casas, usando su camioneta, para ganar algo más. Como sus hermanas, Mario no terminó el bachillerato. Fue ayudante de soldador, mecánico, electricista. Hasta que una tarde conoció su destino: el ping-pong.

Mario contaba que un día, jugando con "Perengue" -su tío Carlos- se acercó un hombre de rasgos orientales.

-¿Vas conmigo a Concepción (Chile)? Hay una escuela de talentos -le dijo un tal Wu- Hong, instructor chino. Mario aceptó.

Al regresar de su estancia en el Deportivo Alemán de Concepción, una empresa petrolera le rentó a bajo costo una bodega abandonada que limpió para volverla un club de esa disciplina -con restaurante y ocho mesas de juego que él construyó-: la Academia Paraíso de Tenis de Mesa. «El mejor club en la historia de Neuquén», me dice Ottón, uno de los cerca de 20 alumnos que ahí entrenaban. Pero la escuela no creció. Con los ingresos Mario sólo podía cubrir la renta. Academia Paraíso duró lo que un lirio.

Agobiado, se encerró en el garaje de su casa. Juntó piezas eléctricas, de metal y madera, para crear su propio Robo-Pong, androide lanzapelotas como los que había conocido en un viaje a Pekín. «El robot me va a sacar de pobre», decía.

Pero el aparato no terminó de funcionar.