Alma está guapísima, estrellitas de colores tatuadas en su piel bronceada desde el hombro hasta las pantorrillas. Eros se despierta con ese olor dulce que invade la pick up. Rocío es roquera, tiene 35, ya madurita, usa lipstick rojo mate,zapatos negros con estoperoles, cada cabello en su sitio; sus ojazos revelan rímel de cepillo fino. Robert, su marido y cómplice, es amable y bonachón, pero no me parece tan atractivo como ella.

Los esposos tocan en una banda de pornorrock. Canciones ruidosas, ñeras, peladas. No saben bien por qué decidieron entrarle a las fiestas sexuales, «más por extravagancia que por lujuria», se carcajea Alma. «Cada que mi mujer terminaba un concierto con su banda, las chavitas se le acercaban, pedían armar un after íntimo… Así empezó todo», cuenta Robert.

Las fiestas sexuales, orgifiestas, hot parties o fiestas salvajes no son un fenómeno reciente en la Ciudad de México. Derivadas de la cultura swinger, es difícil saber con precisión cuántas se organizan semanalmente en la ciudad desde hace por lo menos ocho años. Quizá sean 20, 50 o 100. Tendríamos además que tomar en cuenta las espontáneas, afters intímos, borracheras que terminan en goce.

En la camioneta, pienso que este hedonismo intenta, quizá sin proponérselo, romper a modo de grietas el concreto de nuestro modelo de vida, de trabajo y ocio. Acaso estas celebraciones sólo reproducen más de la frivolidad sexual de nuestro tiempo.

La rockera no puede con el GPS al intentar programarlo hacia la Verónica Anzures, cerquita de Polanco. «La gente que se conoció en la Nápoles decidió organizar algo nuevo hasta acá», me explica. El barrio me recuerda más a las calles de Talpita en Guadalajara, donde lo único exclusivo ahí son los puestos de quesadillas. No he cenado, pero tal parece que no habrá tiempo para comida.

Detrás de la cortina gris de lo que aparentemente es una bodega, se esconde una amplia casa de dos plantas. El anfitrión gordo y calvo conoce muy bien a la pareja. Las mujeres solas entran gratis y a los hombres se les pide ?una cooperación?. No plumas, no armas, no cámaras.

Acuden parejas heteros de entre 30 y 45 años. Ningún filtro de complexión, edad o color de piel. Muchas ñoras portan gabardinas que ocultan sus llantitas; se reconocen, se saludan. ¿Andarán encueradas bajo el lino grueso?

«¿Azul, verde o roja?», me pregunta la encargada de resguardar las pertenencias de los invitados en un cuarto pequeño, improvisado. Al parecer no participa del reven, es de las pocas organizadoras con ropa. La pulsera verde significa “dispuesta a todo”; la azul, “estás indecisa”, y la roja “sólo mirarás”.

Escojo la pulsera fosforescente azul. «Aquí no se obliga a nadie, todos respetan tu decisión», me hace saber Rocío antes de subir al primer piso. La luz tenue no permite distinguir el color de los sillones; al centro, un pequeño tubo se tambalea con los movimientos lentos de una mujer robusta de nalgas inmensas y tetas caídas que recién termina de bailar “Rabiosa”. Le aplauden hombres con penes flácidos que están sentados a su alrededor. La mayoría fuma y bebe whisky, ron o tequila, cuyo costo ya estáincluido en la cooperación de la entrada.

Si quieres seguir leyendo ésta y otras dos historias de sexo underground en el DF, busca la revista Chilango de agosto.