La cuarta edición del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero la ganó una argentina entre 856 autores de 32 países: Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) con Siete casas vacías, integrado por seis cuentos cortos y uno largo en el que el tema de la crianza de un hijo se repite constantemente.

La obra, según Rodrigo Fresán, presidente del jurado, es “un conjunto de relatos costumbristas, fuertes pero con dosis de amor y ternura, que bien podría estar en aquella antología de cuentos que hizo Rodolfo Walsh, Antología del cuento extraño. Porque Samanta parece una científica cuerda contemplando locos detrás de un microscopio y siempre con un bisturí en la mano”.

Entrevistamos a la también autora de Pájaros en la boca (Almadía) poco después de haber recibido el premio.

–La primera pregunta es obligada, ¿qué significa para ti haber ganado este premio?

–Una gran alegría, y un honor también porque creo que el premio Ribera del Duero es ya el premio a libro de cuentos más importante en habla hispana. También es el cierre de un libro nuevo: soy hija del rigor y la fecha límite de presentación de los manuscritos me ayudó muchísimo a soltar finalmente el libro. Creo que los premios también son buenos para eso, más allá del resultado.

–Aunque has escrito novela, eres más conocida como cuentista, ¿qué te atrae de escribir relatos cortos?

–Más allá de las historias que quiero contar me gusta jugar con estas pequeñas maquinarias narrativas, me gusta ver las formas de una historia, la atención que pueden obtener de los otros, el efecto que pueden tener sobre los lectores. Descubrir el poder que tenía una historia bien contada fue como descubrir una varita mágica. Fue mirarme un segundo las manos y pensar: ¿de verdad puedo hacer esto?

–¿A qué atribuyes que muchos escritores denuestan el cuento?

–Bueno, también están los que no se interesan en la poesía, y los que no se interesan en la novela. Lo que piensan los escritores de los géneros que no les interesan no es ningún pecado ni debería importarnos demasiado. Cada uno piensa y trabaja en el género que más le interesa y en el que siente que realmente puede aportar algo nuevo. Para mí, por ahora, este es el espacio del cuento.

–¿De dónde surge tu inspiración, o en qué tipos de historias te basas, para escribir tus relatos?

–Por lo general lo primero que tengo es una imagen. Casi siempre es algo visual, pero también podría ser algo que leí, o escuché, o me contaron. Tengo un truco al que llamo “escribir con los pies”, que consiste en caminar mucho, a veces alrededor de la mesa en la que trabajo, que estratégicamente no está ubicada contra ninguna pared, sino al medio de la habitación; otras veces doy largas caminatas. Cuando camino, en lugar de escribir, me desconcentro más fácilmente. Así olvido las malas ideas, dejo de lado lo prescindible, me acuerdo sólo de las ideas o las soluciones que de verdad me fascinaron o me tocaron de alguna manera particular, y así voy adivinando el cuento. No es que sepa todo a la hora de sentarme a escribir, pero sí suelo tener claro adónde quiero llegar.

–Tus relatos suelen estar cargados hacia una tensión extrema, rayando en lo fantástico, ¿qué te atrae de esta clase de historias?

–Para mi es imposible narrar sin esa sensación de tensión sosteniendo todo el relato. Lo considero un pacto imprescindible entre el narrador y el lector, es algo que necesito como escritora y como lectora. No se trata de la tensión del thriller o el terror. Es la idea de que algo nuevo va a suceder, o que algo nuevo se develará de un momento a otro, un descubrimiento, una revelación, una verdad, algo que no sólo sirve al cuento sino al propio lector.

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