En el lejero (Tusquets Editores) es una novela desconcertante. Evelio Rosero le imprime un tono macabro a un ambiente construido a partir de imágenes desoladoras. Las palabras crean una sensación de olvido.

El protagonista, un septuagenario que lleva años buscando a su nieta perdida cuando fue a comprar flores, llega a un pueblo sombrío, el aparente confín invadido por una neblina persistente que enturbia la mirada. Se aloja en un hotel inmundo, el único del pueblo, adonde la dueña, una mujer rolliza y repugnante, le asigna una celda en un rincón con una cama de piedra. Y lo vigila todo el tiempo mientras pela pollos de olor nauseabundo.

En el lejero no es la obra más reciente de Rosero, un escritor colombiano que ganó el segundo premio Tusquets en 2007, pero justo acaba de reeditarse –la obra es de 2003–. Es una novela corta de alcances largos. Por su estructura, por su propuesta estilística que de pronto cambia de voz narrativa y enfrenta al lector a convertirse en el viejo que dice llamarse Jeremías Andrade, por su capacidad para hacer plausible un mundo fantasmagórico que de repente recuerda los universos rulfianos.

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Los ambientes refieren a la suciedad y a una lejanía insondable, al desconcierto continuo y a una grisura aplastante. Ratas muertas tapizando los caminos, un convento que resguarda lo que los misteriosos lugareños llaman el perdedero y una neblina que cega se funden con situaciones y personajes extraños.

Una tendera amenazante, niños que patean en una cancha algo que no es un balón, un forastero que ahí se llama Bonifacio y que parece controlarlo todo incluso desde el púlpito de una iglesia, una enana lasciva y escalofriante, un carretero que parece condenado a recoger las ratas muertas que nunca se acaban y unas monjas suicidas y caritativas que parecen cuidar de un rincón de condenados al olvido. El lejero al final parece una puerta al abismo, rápida, contundente, pero inabarcable.