El perfil periodístico es un género que exige una distancia inicial que el periodista va acortando a medida que su capacidad de colocar las preguntas exactas en el momento preciso le permiten un vislumbre de la intimidad del perfilado. Esa distancia es la que le da sentido al género, y para franquearla, además, hay reglas del juego bastante estrictas. Durante la única clase de periodismo que tomé, hace cinco o seis años, en Nueva York, un editor del Washington Post nos entregó una lista de reglas. Entre las numerosas normas de etiqueta profesional, por ejemplo, estaba estrictamente prohibido, so pena de incurrir en un escandaloso soborno, que cualquiera de las dos partes –entrevistador, entrevistado– pagara lo que el otro consumiera durante una entrevista. No se vale invitar ni un insípido e inofensivo café de Starbucks (¿la objetividad es un valor que al parecer se cotiza demasiado bajo?). En fin, no tengo que decir que me falta objetividad ni detallar el volumen del “leverage” que tendríamos Álvaro y yo para el mutuo soborno o cebollazo periodístico. No tiene sentido, pues, escribir un perfil tradicional de mi esposo. Entrevistarlo, además, sería ligeramente ridículo: “Flaco, ¿por qué te volviste escritor?” No se pueden hacer preguntas cuyas respuestas ya conocemos.

***

¿Por qué no mejor le haces entrevistas a la familia?, me sugiere Miquel, el hijo mayor de Álvaro y el más práctico de la tribu de cinco que entre todos componemos. El hijo de en medio, Dylan, de ocho años, se presta enseguida para asistirme. Llegamos a México ayer. La chiquita, Maia, no está con nosotros en este viaje a México, aunque estoy segura de que habría contribuido a su manera a esta sección del perfil. Empezamos por entrevistar a los padres de Álvaro mientras vamos de camino a una comida familiar. Álvaro hace prensa para Muerte súbita, y vamos a pasar por él al Péndulo de la Condesa. Conduce Jorge, su padre; copilotea Maísa, su madre. Dylan, Miquel y yo vamos atrás. Pregunto primero yo, mientras Dylan sujeta mi iPhone entre los dos asientos de adelante.

V: Maísa, ¿cómo era Álvaro de niño?
M: Pues bonito y platicón. Le decíamos hormiguito; no se estaba quieto.
V: ¿Era lector desde chico?
M: Yo creo que sí. Leía los libros de sus hermanos mayores. Sigue la pregunta de Dylan:
D: ¿Le gustaba dibujar?
M: Dibujar, no.
D: ¿A veces lloraba?
M: No tanto, era chiqueado, pero aguantaba un piano, aguantaba toda la carrilla de los hermanos.
D: ¿Le gustaba ver fuentes?
M: ¿Cómo que ver fuentes?
D: Sí, fuentes, abuela. Fuentes con agua.
M: No, fuentes no.
D: ¿Le gustaba ir en coche?
M: Uy sí, nos lo llevábamos adelante, en el asiento corrido, y hacíamos viajes larguísimos.
V: Jorge, ¿a qué edad les dijo Álvaro que se quería dedicar a la escritura?
J: Nunca nos dijo, pero un día nos trajo su primer texto publicado. Y yo dije: “Achis, está bien. Este tipo tiene sentido de la escritura, sentido del humor”.
D: Abuelo, ¿y a qué edad le salió barba?
J: Pues no sé, como a los 16. Y más o menos a esa edad me acuerdo que escribió un cuento que le habían encargado a su hermana y que nomás no le salía ni a ella ni a mí ni a nadie de la familia. Yo estuve una hora tratando de ayudarla y nomás no. Yo creo que había pasado una hora y no cuadraba el méndigo cuento. A la quinta hoja de papel que yo había hecho bola y tirado a la basura apareció Álvaro con el cuento terminado. No tenía ni una sola tachadura.

Llegamos al Péndulo, donde nos espera Álvaro, fumando un cigarro en la esquina y hablando por teléfono. Cuelga, entra al coche, nos saluda. Se sienta a Dylan en las piernas.

–¿Qué hacías, papá? –pregunta Dylan.

–Nada –responde–, hablando con un periodista que me llamó por teléfono para preguntarme si creo que el presidente debería de leer más.

–¿Y qué le dijiste?

–Que si leyera más no sería presidente de este país.

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