Era la única persona haciendo cuarentena en una oficina. A Gutiérrez le había tocado la mala suer­te de estar de guardia cuando se decretó el aislamiento absoluto por el coronavirus. Y ahora no podía ir a su casa, donde estaría feliz con su co­lección de videojuegos; ni a la casa de Valeria, su novia, donde tal vez conseguiría un poco de sexo; ni a casa de su mamá, que le haría de comer y le lavaría la ropa.

Llevaba una semana durmiendo en el incómodo sillón del vestíbulo, utilizando su saco como cobija. En la cocineta había tres ga­rrafones de agua y una buena cantidad de galle­tas y sopas maruchan. Con eso se las arreglaría durante la reclusión que era, en realidad, un es­tado de sitio: el ejército patrullaba las calles y ya habían sonado varios disparos.

Nadie podía aso­mar la nariz a la calle a riesgo de ser fusilado. Las cosas habían dado un giro radical en los últimos días: de la respuesta nula del gobierno durante las primeras semanas de la crisis —y las insólitas declaraciones del presidente, quien recomenda­ba untarse gel antibacterial en el cuerpo como si fuera Coppertone—, al repentino toque de queda, orillado ante la escandalosa cifra de muertos, y los hospitales desbordados de enfermos.

La principal lucha de Gutiérrez en su encie­rro era contra el aburrimiento. Hacia las once de la mañana ya se había masturbado tres veces, y difícilmente volvería a conseguir una erección durante el resto del día. En la oficina no había Netflix, ni Amazon Prime, ni televisión abierta.

En el celular consultaba las redes sociales, pero sus contactos se habían vuelto aún más paté­ticos con la pandemia: ponían fotografías y vi­deos de los juegos que inventaban con sus hijos —¡contar lentejas!—, de sus pies apuntando hacia el televisor mientras veían una serie. O peor aún: secuencias de sus rutinas de ejercicios. Los memes lo divertían durante un rato, pero pron­to se volvían predecibles, repetitivos.

¿Cuántas canciones más sobre lavarse las manos y el in­fierno de quedarse en casa con la pareja podría soportar? Si todos supieran lo que era permane­cer atrapado en la oficina, dejarían de ironizar. Por ejemplo, el papel de baño ya se había acabado —paradoja: sobraban sopas instantáneas pero no rollos— y había tenido que empezar a limpiar­se el culo con las hojas de la fotocopiadora. No había regadera, ni almohadas, ni alcohol. Sabía que el jefe guardaba una botella de Jack Daniel’s en el cajón del escritorio, pero su oficina esta­ba cerrada con llave.

Los cajones de sus compa­ñeros de trabajo, en cambio, estaban abiertos. Como terapia ocupacional, se puso a revisar­los. El contenido de algunos era anodino: lápices, borradores, clips, calendarios viejos (¿por qué demonios no los tiraban?). Pero el de otros resultó revela­dor. Domínguez tenía bolsitas de cocaína; Pulido, una revista de hombres musculosos en tan­ga, y Olga, la secretaria, un pa­quete de condones sabor a plá­tano.

Pensó que podría utilizar esa información para chanta­jearlos, pero se encontraba tan hastiado, que la sola idea le pro­vocaba agotamiento. Siguió husmeando en los ca­jones, más por inercia que por interés. Estaba a punto de aban­donar la tarea cuando descubrió algo que lo puso alerta. Núñez guardaba un sobre con fotogra­fías. Las había impreso, eran im­portantes.

Comenzó a mirarlas: una mujer posaba desnuda en­tre las sábanas. En las primeras imágenes no se le veía el rostro, pero en las últimas sonreía a la cámara con descaro. Gutiérrez sintió ganas de vomitar: era Valeria, quien ese mismo día le ha­bía respondido con cinismo un mensaje de WhatsApp: “Aún no te extraño, no exageres, solo lle­vamos siete días sin vernos”.

En segundos, pasó de la increduli­dad al enojo. Ahora todo tenía sentido: las miradas entre Vale­ria y Núñez en las fiestas de la oficina, los constantes pretex­tos de ella (su novia) para no verlo, la actitud cada vez más esqui­va de su compañero de trabajo.

Miró a su alrededor; necesitaba destruir algo, desquitarse físi­camente, pero no había nada a la altura de su rabia. Entonces tuvo un pensamiento, que lle­gó a su mente con la claridad y la contundencia de las epifa­nías: se enfermaría a propósito de coronavirus y los contagia­ría a ambos. Lamería todas las superficies, incluidos los excu­sados, como hizo aquella you­tuber. Y cuando Valeria estuvie­ra en el hospital, conectada a un respirador artificial, le susurra­ría al oído: “Lo sé todo”, y la de­jaría morir sola…

En ese momento, como si fuera un llamado, escuchó un disparo proveniente de la calle. Gutiérrez dejó caer las fotogra­fías y se precipitó hacia la puer­ta de salida. Nada iba a impedir el pandemónium que se disponía a desatar. Ni siquiera se de­tuvo cuando el militar le ordenó que regresara mientras le apun­taba con la pistola a la cabeza.