Suele creerse en fuerzas profundas que rigen los partidos de futbol. Borges, que no gustaba de este deporte, escribió de las piezas de ajedrez: “No saben que la mano señalada del jugador gobierna su destino, no saben que un rigor adamantino sujeta su albedrío y su jornada”. Los jugadores de futbol son esas piezas de ajedrez, movidas por impulsos y energías impredecibles. Lo que hace verdaderamente trágico al futbol es que los jugadores no son de madera sino de carne y hueso.

Juan Villoro, en Los once de la tribu (1995), compendio de crónicas, salta de un capítulo dedicado a Augusto Monterroso a capítulos sobre futbol, como quien salta de una narrativa a otra. De un golpe, Villoro encuentra que “el rigor adamantino” que mueve a este deporte es energía desbordante que desprende el juego y el ritual y que debe ser narrada. En Infancia en la tierra comienza a explorar la narrativa que circula en los estadios y fuera de los estadios: “La capacidad de ver ‘partidos en la pared’ es esencial a la imaginación futbolística. Incluso en el estadio o ante el televisor, el aficionado concibe cosas que no ocurren; enriquece el partido con signos, apodos, gestos de epopeya. La fantasía puede alcanzar a todo un equipo o a una selección”. Enseguida conversa con Ángel Fernández, comentarista que dictó el pulso durante décadas a la oralidad deportiva. En sus palabras, “quien puede provocar una emoción dentro de sí mismo se impregna de la emoción y habla vibrando.” Finalmente, en El patio del mundo, toca los orígenes prehispánicos del juego de pelota, allí donde “coexistían el rito y el deporte”. Describe un episodio del Popol-Vuh: “Los señores del inframundo jugaban en su propio patio y con su propia pelota. Más que a un partido, los hermanos (Hun y Vucub Hunahpú) habían ido al sacrificio. Sus cuerpos fueron mutilados y la cabeza de Hun-Hunahpú colgada de un árbol”.

Al concluir el poema pregunta Borges: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza de polvo y tiempo y sueño y agonías?”.

Por ejemplo, ¿qué Dios detrás de Zidane escribió la trama de final de copa del mundo en que, en su despedida, se hizo expulsar tras derribar a Materazzi de un cabezazo? En la gestualidad que aparece invariablemente en la historia del futbol, éste fue un gesto que no se prestaba a sencilla interpretación. Zinedine Zidane, a punto de consagrarse definitivamente, se siente indignado porque Materazzi insulta a su hermana durante todo el partido y decide, a pocos minutos del final, hacer justicia legítima, sin importar lo demás. Ingrid Betancourt fue una de las 700 millones de personas que vio ese partido. Lo vio con sus secuestradores. Como si se hubiera tratado de su vida, declaró a Larry King ya liberada que le “encantó el cabezazo de Zidane. Yo hubiera hecho lo mismo”. En su último juego Zidane arrojó argumentos que estaban más allá del juego (o al menos, de sus reglas) y que tenían alcances insospechados. El error que costó el campeonato a Francia para Zidane era un acto más de su congruencia. Pidió perdón a los niños que vieron un hecho agresivo pero no se arrepentía. De entre tantas notas y videos reiterando lo aparatoso, Villoro, en una de sus crónicas de entonces, narró el gesto con muchísima certeza. Como si se tratara de un dios que renuncia a serlo o de un acierto literario sintetizaba y concluía: “En su última jugada, Zinedine Zidane decidió volver al barro común de los hombres”.

47140Zidane regresa al lodo de los hombres.

Zidane regresa al lodo de los hombres. (Especial)

¿Por qué leer crónica en el mundo donde todo se videograba y se ve en YouTube? Por la razón que nos llevó tiempo comprender la despedida de Zidane. Porque si se quieren comprobar las fuerzas que mueven al juego se debe advertir que a menudo escapan de la imagen, y la capacidad de la palabra, orientada por la intuición y el argumento, las puede recoger para beneficio de nuestra conversación.

Un lector futuro leerá las crónicas sobre Zidane y acaso entienda lo que Zidane fue para nosotros, así como un lector joven lee Dios es redondo (2006), el primer libro de Villoro dedicado completamente al futbol, y se vuelve a maravillar con la Hungría del 54. No había el despliegue de cámaras y micrófonos que hoy disponemos, no lo volveremos a ver, pero es perfectamente imaginable la proeza de aquellos jugadores, favoritos incuestionables, así como el desenlace trágico. Advierte Villoro: “Lo más significativo es que el segundo partido fue un 8-3 ante Alemania, con Puskas lesionado. Cuando estos dos equipos volvieron a encontrarse en la final, nadie podía esperar un resultado adverso a Hungría”. ¿Qué pasó en la final si había empezado anotando Hungría? Llovió y el entrenador de Alemania dijo unas palabras insonoras que cambiaron el ánimo de su equipo. No necesitamos saber nada de ese mundial para saber que esos virajes de ciento ochenta grados llegan a ocurrir, que a veces las palabras de un entrenador tienen un efecto mágico o los cielos deciden el rumbo de las cosas, como si estuvieran viéndonos. Lo que para la razón es un accidente, para el juego es un detalle maravilloso. Hay salvedad en los destinos singulares. Persiste lo impensable sobre la mejor de las lógicas.

A lo largo del libro, Villoro explora en la zona mítica del juego. Están los héroes incesantes, los villanos imperdonables, las víctimas del destino o de su propia confianza, como el portero de Brasil que dejó pasar el gol que nunca debió ser, y que le hizo cargar un estigma, como si se tratara del mismo Judas, para siempre. Están los traidores como Figo, los leales como Pep Guardiola (el capítulo que le dedica debe ser ampliado con su reciente fase de entrenador), está el defensa, el árbitro, el delantero que siempre acierta o pasa malas rachas. Directivos, dinero, patrocinadores. Fanáticos, hinchas, tifosis. El tiempo que se acaba. El balón que todo lo mueve y permanece inmóvil cuando nadie lo toca.

E invisibles, esas fuerzas aludidas, los arquetipos que aparecen cuando el jugador se deja arrastrar hacia su destino inevitable. En la última final de copa del mundo, la de Sudáfrica, el entrenador de España, Vicente Del Bosque, se sintió obligado a recordar a sus jugadores que sólo eran jugadores, como si quisiera quitarles de encima una carga inmaterial pero inmensa. Narran que, en el trayecto en el camión que los llevó al estadio, iban todos en completo silencio y oscuridad. Nadie se atrevía hablar, y si querían comunicarse entre ellos se escribían mensajes por celular.

En esos instantes, necesitaban del silencio y la oscuridad como si allí habitaran los dioses a los que se encomendaban en su nerviosismo. Al fin apareció un arquetipo. El redentor Iniesta, que había sufrido una temporada de lesiones y angustia, convertía el gol del triunfo. Se redimía a sí mismo y a quienes creían en España o en la creatividad. “Anfiteatro de la resurrección –escribe Villoro-, el futbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr”.