Su imaginación y lírica no dejó de soñar el futuro en los términos de El Quijote o Borges y se refleja en sus historias sobre la colonización de Marte. Nadie como él ficcionó ese planeta lejano, nadie como él lo acercó a la Tierra con una maestría emocional e intelectualmente naturales para cualquier público. Fue el padre creador de Crónicas marcianas o Fahrenheit 451, obras que permanecerán en el recuerdo de sus lectores, que viajaron de forma paralela con él en astronaves a las estrellas.

Con su partida se cierra la gran triada de escritores del género de ciencia-ficción. Años antes se le adelantaron Isaac Asimov (1920-1992) y Arthur C. Clarke (1917-2008), contemporáneos suyos y muy diferentes entre sí al momento de crear imaginarios literarios. Y en efecto, uno de los rasgos que distancia a Bradbury de sus colegas, es esa capacidad de idear, de creer en el cambio en la humanidad. Él siempre pensó que el hombre alguna vez sería capaz de poblar Marte y de esta manera “dejar atrás los problemas de la Tierra y comenzar de nuevo”.

François Truffaut en 1966 se encargó de llevar Fahrenheit 451 al cine, inmortalizando a Bradbury en la gran pantalla. Su huella también queda para la perpetuidad en el asteroide que lleva su nombre y el cráter de la Luna bautizado en su honor como Cráter Dandelion, inspirado en su libro El vino del estío.

Hijo de Leonard Spaulding Bradbury y de Esther Moberg, una inmigrante sueca, Bradbury fue un niño poco atlético que sufría de pesadillas, pero que disfrutaba de los cuentos de los hermanos Grimm y las historias de Oz, de L. Frank Baum, que su madre le leía. Su tía Neva Bradbury lo llevó a sus primeras obras de teatro, lo vistió con trajes de monstruos en Halloween y le presentó los relatos de Poe.

Fueron la agudeza y el sentido del humor dos rasgos de la personalidad de este prolijo escritor, quien decía ser descendiente de una de las brujas de Salem y recordaba que a los diez años había sido ayudante en una función del famoso ilusionista Blackstone.

Admirador declarado de Rice Burroughs, Edgar Allan Poe, H. G. Wells y de Julio Verne –tanto que les rindió homenaje en 1971 en el ensayo “How Instead of Being Educated in College, I Was Graduated From Libraries”–, se consideraba a sí mismo como un narrador de cuentos con propósitos morales. (Al final de su vida tomó un papel activo en la recaudación de fondos para las bibliotecas públicas en el sur de California.)

Hombre de su tiempo, Bradbury también hizo crítica de las nuevas tecnologías. Pensaba –desde hace 12 años– que los libros estaban condenados a desaparecer. “En Estados Unidos, los niños no aprenden a convertirse en seres humanos receptores y ninguno se ocupará después de leer. Así llegará el final de los libros, con esta forma de censura sutil”. Cuestión planteada en Farenheit 451, donde el mundo de los libros busca ser destruido por una serie de bomberos destructores del saber y que fracasan por la tenacidad de los lectores. El tema que muestra que la lectura será eterna.

Aunque ninguna de sus obras ganó el Pulitzer, más de ocho millones de ejemplares de sus libros se han vendido en 36 idiomas alrededor del mundo. Se incluyen las colecciones de cuentos Las Crónicas Marcianas, El hombre ilustrado y Las doradas manzanas del sol, y las novelas Fahrenheit 451 y Something Wicked This Way Comes.

En una entrevista en 2004, declaró: “Cuando muera quiero que me cremen, que pongan mis cenizas en un tarro de sopa de tomate ¡y me entierren en Marte!” Como su fallecimiento sucedió durante el alineamiento de Venus, la Tierra y el Sol, sus seguidores esperamos que alguien como Richard Branson se anime a invertir en llevar sus cenizas al planeta rojo. O de perdis, al Cráter Dandelion.