Unos pocos trazos de historia familiar. Los Enrigue Soler vivían en Guadalajara cuando nació Álvaro, el 6 de agosto de 1969. María Luisa Soler y Jorge Enrigue, sus padres, estaban ahí porque Jorge trabajaba en la administración de aduanas. Pero la familia se mudó al DF al cabo de una semana; le habían ofrecido a Jorge un mejor trabajo. Vivieron en el hotel Diplomático, frente al Parque Hundido, en lo que conseguían un departamento para la familia de cuatro hijos: Juan, Jordi, Maísa y el recién nacido. Se mudaron a la calle Augusto Rodin, donde vivieron 11 años, mientras construían una casa para la familia en Coyoacán.

Bajando desde el Segundo Piso hacia el Viaducto, se pasa al lado del edificio de Augusto Rodin. Siempre que pasamos por aquí recuerdo una imagen muy precisa que alguna vez me contó Álvaro y que quizá he deformado un poco con los años. Desde la ventana de su habitación se veía una cochera donde no se estacionaban coches, y en donde los niños de los edificios vecinos llegaban a jugar futbol. Había un sistema de bardas que los niños usaban como vías de comunicación para ir de patio en patio. Diario, después de la hora de la comida, decenas de niños se trepaban a las bardas de sus casas y seguían el caminito laberíntico hasta ese patio. Es extraño cómo ciertos lugares, ciertas esquinas de la ciudad, se vuelven familiares para nosotros a través de historias que cuentan otros. Me gusta manejar por el DF con Álvaro. No crecí en la Ciudad de México, pero la ciudad se ha vuelto más familiar, más mía, en el palimpsesto de historias que Álvaro cuenta mientras la cruzamos.

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Algunos datos inútiles pero fundamentales:

La primera vez que Álvaro me escribió un correo, me llamó “Luisa”. No me he vengado nunca.

El primer libro que leí de Álvaro fue Hipotermia.

Su libro preferido es Moby Dick, de Melville. Pero a veces es Rojo y negro, de Stendhal.

Hace un mes se compró unos tenis verdes.

Álvaro escribió Muerte súbita a mano, en una serie de cuadernos japoneses.

Es alérgico a la eritromicina (un antibiótico).

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Tal vez esta paradoja sea una obviedad que sólo yo no había considerado: puestos a hablar de la persona que mejor conocemos, no podemos decir nada, o casi nada. Escribo estas últimas notas mientras esperamos que despegue nuestro avión de regreso a Nueva York. Cumplidos los rituales comunes previos al vuelo –él, chicles, yo, un calmante; él, una novela gorda, yo, un Economist; ambos, un cigarro después de documentar el equipaje– el avión nos ofrece un espacio en donde estamos a la vez solos y acompañados. Yo me aferro a su mano en la carrera hacia el despegue –segura, como siempre, de que esta vez sí moriré en el aire–. Él me da la mano, descansa la cabeza en el respaldo y cierra los ojos –nunca he sabido si porque también tiene miedo, si reza padresnuestros, si le da sueño, o simplemente porque es su manera silenciosa de empatizar con mi terror al vuelo–. Pero no le voy a preguntar por qué. FIN

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