Te presentamos, en exclusiva para Chilango, un avance del cuarto capítulo de Arde la calle. Crónica de los ochenta. Se trata del próximo libro de Fabrizio Mejía Madrid, una serie de crónicas noveladas sobre el DF de aquellos años.

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En una banda de rock, el baterista siempre es el que ve todo. Desde su distancia crítica, al fondo del escenario, señala el conteo para empezar una rola y la hace terminar con un baquetazo final. Los bateristas sonríen complacientes ante los excesos cometidos durante el concierto: los desfiguros del guitarrista demasiado zumbo para hilar dos notas, el momento en que al bajista se le fue el compás, o al cantante que, de pronto deja atrás la voz y comienza a predicar, dueño de una verdad que sólo se sostiene con los gritos del público. Así fue la breve vida musical del baterista de Boicot en 1984, Luis Rafael “Grafiti” Muñoz: su cabeza ocupada en dictar un juicio constante de lo que se suponía que estaban haciendo como grupo, como música, con las audiencias, con los promotores de tocadas y las disqueras. Le gustaba pensar que todo había empezado en la Navidad de 1978 cuando había pedido de regalo un piano y le trajeron un tambor.

–Es como el piano –explicó su madre–, pero te lo puedes llevar a todos lados. Mira, te lo cuelgas del hombro y tocas hasta caminando.

–Pero yo quería un piano.

–El piano también es un instrumento de percusión. ¿Nunca has mirado uno por dentro? Son como martillos que suben y bajan. El “Grafiti” comenzó a aporrear el tambor con la rabia de que no fuera un piano hasta que lo rompió. Entonces, pidió una batería Yamaha pero no había dinero ni espacio en su casa en Ciudad Satélite. Él propuso:

–La guardo en el garaje.

–La vamos aplastar con el coche –volvió a argumentar su madre.

–Movemos las cajas de refrescos –en ese entonces el vidrio pagaba importe–, vendemos la tina de hidromasajes y los periódicos –en ese entonces la gente atesoraba el papel.

–Si tú pones la mitad, yo pongo la otra –propuso su madre, quien era una simple manicurista.

Fue por eso que el “Grafiti” entró a trabajar a una plaza comercial en el sur del DF. Iba y venía durante tres horas al día porque en Plaza Satélite no aceptaban “mugrosos”. Pura persona trajeada y perfumada, aunque fueran empleados. De hecho, daban cursos de postura corporal para servir como “carta de presentación” a los productos y servicios de la plaza. No, no era como en el DF en el que el “Grafiti” podía doblarse sobre sí mismo en un asiento y murmurar los precios debajo de su barba de candado. No en Ciudad Satélite, que había nacido con esa bipolaridad: giraba alrededor de la Ciudad de México pero creía que podía ser mejor, más ordenada, más gringa. Menos morena, menos mal vestida, con ortodoncia. En el DF juntaba su mitad del dinero para una batería Yamaha que tocaría en un garaje de Ciudad Satélite, y ya no le daba tiempo de ir a la escuela o eso se decía.

Sí iba, en cambio, al Tianguis del Chopo. Para el “Grafiti” pasear por las calles de Luna y Estrella era el encuentro con el mundo: camisetas hechas a mano, ropa vieja cosida con un zepelín como emblema, la lengua de los Stones, las letras de Kiss, discos, casets, pósters para las recámaras con Jimmy Page sin camisa, Hendrix quemando su guitarra, Lennon convertido en el alto contraste del que sólo gozaban Cristo y el Che. Pero, sobre todo, era el punk, que lo resumía todo. Al “Grafiti” se le aclaraba ese mundo en el que deseaba vivir y morir con sus consignas: “No hay futuro”, “No sé lo que quiero pero sí lo que no quiero” y “Hazlo por ti mismo”. Cuando pensaba, tras el mostrador de Tupperware®, en los días muertos en Plaza Universidad, esas tres frases le despejaban las dudas sobre sí mismo. Cuando ya no sabes qué hacer, sólo existe una respuesta: acabar con todo y empezar de cero. Quería tratar al mundo como a una batería que nunca pudo ser un piano.

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Sin dinero, el “Grafiti” se paraba delante de los puestos punketos del Chopo. Miraba la portada fotocopiada en los casets de los conciertos de Sex Pistols, The Clash, Buzzcocks o Los Stranglers y se imaginaba el Mundo Xerox. Desde hacía unos meses las paredes de la ciudad tenían una sola frase firmada por los Buks o Los Panchitos: “Warriors” y “Guerreros”. Él no había visto la película pero intuía el mensaje. “The motorcycleboy reigns” y “El chavo de la moto es el rey” no lo entendió sino hasta años después cuando vio Rumble Fish. ¿Cómo fue que los pobres, los marginados de la Ciudad de México, asimilaron ese mundo ansiado, años después, por los clasemedieros? ¿Cómo “lo moderno” había llegado antes a las pandillas, a las bandas, a la banda, a La Raza, antes que a los chicos vestidos con camisetas de “I Love NY”?

Era el tianguis del Chopo donde se encontraba la copia Xerox con la grabación de caset en caset hasta que ya no se entendieran las voces. El “Grafiti” se hipnotizaba con el vendedor que le hablaba de Nina Hagen, de The Jam y se atrevía a criticar la fresez de Generation X, la banda de Billy Idol. Así conoció a Illy Costra (Jorge Gómez Juárez):

–The Damned son jefes, ¿no? –dijo el “Grafiti”.

–No, la onda es Dangerous Rhythm –lo pronunció Costra como se lee en español.

–¿Es punk? –Sí, algo parecido. En español. “De plástico” te gustaría. Pero la verdad habría que hacer verdadero punk en español.

–Pues, hazlo tú mismo –dijo sin saber que Costra no había estudiado más música que el número de Guitarra fácil dedicado a Deep Purple.

Así empezó la Banda Boicot.

No fue fácil ponerse nombre. Con Costra llegaron los demás integrantes, “Chicho” en el bajo y Buitragos –así se apellidaba– en el acompañamiento y, a veces, el requinto. Estudiaban en el Colegio de Ciencias y Humanidades de Azcapotzalco, ahí donde se enfrentaban, como en el resto de la ciudad, Las Bandas Unidas Kiss (BUKs) y Los Panchitos, dos nombres inigualables. Así que los cuatro se sentaron a fumar en el garaje del “Grafiti” y dijeron palabras al aire: “Restos Humanos”, “Secuestro”, “Social Distortion” –que funcionaba en inglés pero no en español. Para Costra la palabra “banda” tenía un significado particular: lo mismo era una familia de chavos de la calle, que un grupo musical, que la forma para referirse a todos los que, sintiendo empatía por la edad, los gustos y los trapos, no se conocían. Una simple orden como “Que entre la banda” podía significar abrirle la puerta a Los Panchitos –“hacerla de pancho” ahora quería decir buscar broncas gratuitas–, a un grupo de rock o a su público. Así que Costra insistió en que se incluyera esa palabra en el nombre. La parte del Boicot lo leyeron en una calcomanía en un coche en la calle: “Boicot a Televisa. No al fraude en Chihuahua”. Eran los meses de la toma de los puentes internacionales en Ciudad Juárez porque la oposición sostenía que había ganado la elección con un candidato que, desde una tienda de campaña, hablaba con Dios. La televisión nunca informó de esto y por lo tanto los norteños pedían al resto de los ciudadanos un boicot.

Boicot. M. Acción que se dirige contra una persona o entidad para obstaculizar el desarrollo o funcionamiento de una determinada actividad social o comercial. MORF. pl. boicots. Anglicismo cuyo origen viene del apellido de Charles Cunningham Boycott, el administrador de las tierras del Conde de Erne en Irlanda en los años 1870- 90. Boycott aumentó el precio del arrendamiento de las tierras del Condado de Mayo a los campesinos de la Liga Irlandesa de la Tierra. Éstos llamaron a no pagarle, a que los comerciantes no le vendieran comida e incluso a que el cartero no le repartiera. Para recoger la cosecha Boycott tuvo que pagar a campesinos del norte de Irlanda casi el doble de lo que les pagaba a los de la Liga. Un reportero del Times que cubrió la protesta, John O’Malley, bautizó la acción con el segundo apellido de quien fuera su primera víctima. Ver: Mahatma Gandhi, Nelson Mandela. India. Sudáfrica.

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