El dueño te recibe en la puerta y él es quien te da tu mesa. Luego, cual si tuviera don de la ubicuidad, se las arregla para dar vueltas por el local, vigilar el servicio, saludar o sentarse a platicar con algunos clientes. Hay mesas de banqueros, otras de juristas, una con gente de más de 30 y en un ladito un cobrador  con su gorra de beisbol.

Enfrentémoslo: aquí no vas a encontrar al hombre o a la mujer de tus sueños pero en algunas mesas sí andan los papás o abuelitos que siempre quisiste tener.

Ventanas de bloques de vidrio, ventiladores, madera obscura, paredes blancas, imágenes viejas a colores del río Sella. Las teles en las esquinas están, bendito sea Dios, apagadas. La comida sólo es a la carta y lo que manda es el chamorro: jugoso, con grasita. Comerlo enriquece el  alma y le da chamba a algunos cardiólogos. Para terminar ate con queso flambé y un pacharán. Si a esto le sumas un servicio atentísimo este se vuelve un lugar donde uno se puede quedar a vivir, lástima que cierren temprano.

Lo difícil es llegar porque el único letrero que anuncia su existencia está en lo alto, en una esquina y tapado por un árbol. Tal vez sea a propósito, pero el Sella es un secreto que merece ser divulgado.