Estamos en la calle 16 de Septiembre. Son las tres de la tarde, en fin de semana y el Centro Histórico hierve de transeúntes y familias completas. En la entrada del Pasaje Savoy, casi esquina con Eje Central, una vendedora de conos de helado hace a la vez de cancerbero. A su derecha, los Mazapanes Toledo; a su izquierda, la Camisería Royal. Pocos saben que al fondo, en el Cine Savoy, pasa de todo. Y si lo saben, se hacen de la vista gorda.

La entrada

La Camisería Royal, a la entrada del pasaje, nos da un indicio de lo que vamos a encontrar al interior. El escaparate que da a la calle no exhibe camisas, sino tangas, suspensorios y calzones transparentes, un deleite visual para los fetichistas. Al fondo está la taquilla. La marquesina nos recibe con el programa doble de hoy: para la Sala Savoy “Pócar (sic) de pirujas” y “Perversión anal”.  En la Sala Royal simplemente se indica que hay “películas gay”. El título es lo de menos.

El costo de la entrada es de 40 pesos; 30 los miércoles. “Hay permanencia”, ofertón para los que quieran estar todo el día en el lugar. A pesar de que se dice que hay estrenos cada semana, los pósters con viejas chichonas se ven bastante traqueteados. El horario, de 10 de la mañana a las 9 de la noche. Pago mi boleto y la taquillera me lo da sin verme mientras se atasca una torta de pierna con singular alegría.

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La sala Savoy

Después de entregar mi boleto y recibir mi talón como un bonito souvenir, me adentro en la sala Savoy, que está en la planta baja. Hay un poco más de luz que en una sala de cine convencional. Son salas grandes, tipo teatro, que un día conocieron tiempos mejores. En la pantalla, una rubia hace una “rusa” y segundos después recibe una copiosa eyaculación en los senos mientras se toca. “Que me corro”, dice. Las películas están doblabas al español gachupín.

A pesar de que la película es hetero, todos los asistentes son hombres que vienen a saciar sus apetitos con sus iguales. Están recargados en las paredes, caminan por los pasillos, se masturban en las butacas y te invitan, con el miembro de fuera, a que le entres al disfrute. Sin pudor alguno, algunos dan sexo oral mientras el que recibe cierra los ojos y se retuerce.

‘El rubio’

Me recargo en una de las paredes. Aquí no hay bronca si sacas tu celular: nadie te la hace de jamón por interrumpir la proyección. Lo utilizo para tomar notas y la pantalla me ilumina un poco. Se me acerca un hombre de cuarenta y tantos, cachucha, playera Puma de imitación y hasta eso, sonrisa bonita. Me mira, se soba el bulto e inicia la charla:

-Hola, ¿cómo estás? Digo, cómo estás guapo, cabroncito…

-Todo chido, aquí chambeando.

-Ah, ¿eres “escor”?

-Neh, vengo a escribir sobre este lugar. No lo conocía.

-Ah, qué chingón. ¿Y cómo ves el desmadre?

-Pues está chido. Y está bien llena la sala. Afuera no se ve tanta gente.

-Es que ya son las 3, aquí muchos llegan desde temprano, hay que desquitar el boleto. Además es sábado, entre semana está más tranquilo.

-¿Y qué, ya has cazado algo?

-A huevo, ya me vine dos veces pero quería cerrar contigo con broche de oro, jeje. ¿No te animas?

-Ando chambeando, jaja.

-Súbete a la otra sala. Ahí hay más desmadre. Hasta se coge y todo. Y guarda ese celular, no seas cabrón, que en una de esas te dan baje, hay mucho rata. Y ya si después de acabar de chambear se te antoja, pues nos echamos un palo, ¿no? Me dicen “el Rubio”.

-Gracias, Rubio. Yo me llamo Pável.

-¡Órale, como el actor porno!

-Bueno, al menos no me dijiste como el futbolista. Sale, mi buen, pues me voy a la otra sala. Gracias por los tips.

Me volteo y el cabrón me agarra la nalga. No podía quedarse con las ganas. Ni modo de echarle bronca. Gajes del oficio.

Los baños

Antes de ir a la otra sala, me dan ganas de echar la firma. Hay uno de esos mingitorios largotes, donde varios, además de orinar, van a verle el pene al de al lado. Los cubículos de las tazas están cerrados y se escucha que un par está teniendo sexo ahí dentro.  “¡Órale, cabrones, quiero cagar!”, grita un chavo que se ve desesperado por la espera.

Los ocupantes hacen caso omiso y el wey se va a los baños de arriba. Me lavo las manos, no hay jabón. Por el espejo veo que un señor me sabrosea el trasero. “Chale, y eso que estoy bien plano”, pienso mientras me seco las manos contra el pantalón, porque ni soñar que en este cine haya de esos aparatos que avientan airecito. Afuera, los baños de mujeres se ven desiertos. Seguro sus únicas usuarias son la taquillera y la señora que atiende la dulcería, porque aquí la concurrencia está conformada por puro tornillo.

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La Sala Royal

Cuando llego, va empezando la película. Un mecánico le notifica a su cliente que su coche está listo. “¿Cómo podré pagarte?”, le dice, mientras le dirige una mirada a su bragueta. En menos de dos minutos comienza el blowjob que pronto se convierte en mete y saca.

Los rasgos arios y los cuerpos definidos de los actores contrastan con el físico de los visitantes que abarrotan la sala, la mayoría señores que pasan de los 50 años de edad (o los aparentan), muchos bigotones, con panza fritanguera. Junto a mí pasa un don con una cubeta: asumo que es albañil porque la cuchara se asoma del recipiente de plástico.

Tal como me decía “el Rubio”, aquí se coge sin pudor. Un chavo con aspecto de chacal penetra sin contemplaciones a un chamaco delgadito, quien se acomoda entre las butacas y uno de los barandales para disfrutar más. Los mirones hacen bolita y se masturban. El chacal termina, se quita el condón y lo deja tirado en el pasillo. “Gracias, estuvo bien rico”, le dice el chamaco al otro, quien ni tuvo que vestirse porque solamente se bajó el pantalón hasta los rodillas para aplicarse. Se sube el cierre, se abrocha el cinto y sigue merodeando.

A los chavos de la pantalla nadie les pone atención. Aquí la gente viene a vivir el verdadero 4D: se masturban, hacen sexo oral de a dos o hasta de a tres, se besan y estallan los orgasmos, dejando el suelo sucio. Da miedo sentarte en algún lugar y que te vaya a tocar con premio. Después de la gozadera, algunos intercambian teléfonos. Probablemente algunos sean falsos o nunca vuelvan a llamarse.

De vuelta a la calle

Afuera, el mundo sigue girando. Aquí no pasó nada. La claridad del día todavía deslumbra, en contraste con la penumbra de las salas del Savoy. Un organillero toca “Las Mañanitas” y pasa su gorra pidiendo cooperación voluntaria. En la esquina de Eje Central y 16 de Septiembre, dos mujeres, testigos de Jehová, me dan un ejemplar del “¡Despertad!”. En su portada se lee “¿Existe Dios? ¿Acaso importa?”. Me lo guardo en la mochila, imaginándome qué respondería “el Rubio” ante semejantes preguntas.

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