Hace poco menos de un año, un hombre delgado, de 30 años entró a la carpintería de Hugo Maldonado vestido con camisa a cuadros y pantalón de mezclilla. «Acabo de salir del Reclu, estuve siete años», le dijo sin preámbulos. «Mi familia nunca se enteró, no saben dónde estoy. Soy de Michoacán y no conozco la ciudad, ¿sabe dónde puedo tomar un camión?».

Durante los cinco años que Maldonado llevaba viviendo a 200 metros del Reclusorio Norte, había escuchado varias historias pero ésta la recuerda siempre. «Sentí una especie de tristeza porque no se veía un chavo malo pero, al mismo tiempo, pues lo agarraron por llevar droga en el coche. Ya le dije para dónde, y que pues pidiera unas monedas para el pasaje».

Acostumbrarse a vivir alrededor de una de las prisiones más saturadas de la ciudad —11 mil reos, de acuerdo a cifras de la organización civil Documenta AC, aunque su capacidad es para sólo seis mil 565—, es acostumbrarse a la locura y al miedo. Pero los habitantes de la colonias Chalma de Guadalupe y Zona Escolar en la Delegación Gustavo A. Madero lo han logrado.

José Luis Espinoza tiene 30 años viviendo aquí y aún recuerda la vez que, desde su casa, vio las humaredas que salían de la prisión: los presos habían incendiado colchones y sábanas, algunos caminaban sobre el techo; las patrullas llegaron a los pocos minutos, decenas de ellas. Fue en 2009, uno de los tantos conatos de motín que suceden al interior de las prisiones mexicanas

Algunos vecinos opinan que vivir a unos cuantos metros de una institución de alta seguridad implica ventajas insólitas: el constante patrullaje, por ejemplo. Para otros, como Espinoza, esto es un mal sin remedio:

«No hay ninguna ventaja de tener policías cerca. Hace dos fines de semana llegué tarde a mi casa y una patrulla me bajó del coche. Me basculearon a mí y a mi sobrino, que porque estaban buscando a alguien. No tienen madre».

Doña M vende cemitas frente al Reclusorio, para ella trabajar aquí significa escuchar todos los días historias trágicas. La de una anciana que ya no puede caminar, pero busca desesperadamente sacar a su hijo de la cárcel; la del enfermo terminal que quiere hablar con un familiar; o la del policía que lleva al futuro prisionero por su última comida decente antes de ingresarlo al penal.

Nueve años de experiencia le dieron a Doña M una convicción: los verdaderos ladrones están afuera. «Los peores son los abogados. Aquí vemos todos los días cómo le roban a la gente su dinero. Sacan fajos de billetes y se los dan, y con todo, los familiares pagan la comida. Luego, cuando se van, los abogados se quedan diciendo ‘vieja pendeja, le acabo de sacar no sé cuánto’. Ya les hemos advertido que estos licenciados nomás roban».

A decir verdad, este límite de la ciudad tiene uno de los paisajes más pintorescos. En ningún otro lado se puede apreciar una pequeña cordillera que abrace con tal intimidad a un poblado. Los cerros, la mayoría ya con pequeñas casas, forman una especie de fortaleza natural.

«¡Uy! Cuando no hay contaminación es bien bonito aquí. Se ven las montañas, pero también alcanzas a ver la Torre Latino y la de Pemex», comentó Javier Gutiérrez.