Mis amigos empezaron a ir a antros cuando estábamos en prepa. Yo estaba en el clóset y todavía no me gustaba nada que tuviera alcohol, así que ligar o emborracharme tantito (dos de los principales ritos en dichos establecimientos) no eran objetivos de mi interés. Y, a menos que fuera a lugares donde no conocía a nadie, en Mérida había nada más un par de opciones. Todas con cadenero en la puerta. Ese nefasto personaje que puede hacer la diferencia entre que pases una noche memorable o te resignes a regresar a tu casa a jugar Maratón. O un juego de mesa menos ñoño, pero ése es mi favorito. El antro no era para mí, pues.

Quitando alguna vez que no llevaba una identificación para probar mi mayoría de edad, creo que nunca me he quedado fuera de uno. Creo que a nadie le gusta. Esto no lo aclaro porque me sienta más especial por siempre pasarel filtro de la entrada, sino para que no tomen ésta como la opinión de un ardido al que batearon en la puerta.

Ahora ya me gusta ir a antros. Gays, de preferencia. Porque es más probable que pongan la música que me gusta (pop superficial y pasajero), es más fácil conocer gente y ligar por un tema meramente matemático, y es más común que prescindan de los cadeneros.

Pero de los lugares donde consideran que éstos son indispensables tengo varias anécdotas de amigos que se han quedado del otro lado de la cadena, porque no llevaban la ropa adecuada, o porque no son suficientemente bonitos, o porque no conocían a la persona indicada… Y, ¡sorpresa!, cada vez es más habitual que inauguren antros gays donde un hombre, a veces acompañado de un publirrelacionista, te dice “tú sí” o “tú no”. Por ejemplo, el nuevo Loud.

En la más reciente edición de la Semana de la Diversidad del ITAM, en marzo, hubo una mesa de discusión con dos socios de antros como Envy o Guilt. Les conté que, cuando he ido, me la he pasado muy bien. Y ya que ellos tienen cadena pregunté quién se queda fuera y por qué. “Como en cualquier otro antro, no entra quien vaya en fachas, muy borracho o drogado.” Pregunté por qué en el DF no hay antros enfocados en chavas, si ellos habían pensado en entrarle a ese mercado o si las lesbianas chilangas no estaban en sus planes de negocios. Me dijeron que, para tantear el terreno, estaban por empezar fiestas para niñas en uno de sus antros, y que a éstas sólo tendrían acceso mujeres en general y hombres gays. Hombres heterosexuales no. Algo chistoso viniendo de empresarios que alegan que su principal obstáculo al abrir y mantener un antro de este tipo es la discriminación por parte de la delegación y otras autoridades.

Por temor a a una respuesta tan absurda como la de esa política, no pregunté cómo probarían la orientación sexual de sus potenciales clientes. Mejor pregunté por qué. “Los hombres bugas generalmente van a noches de lesbianas para ver cómo se besan, faltarles al respeto, tratarlas con morbo, insultarlas… Y tenemos que cuidar a nuestras niñas”. Interesante protección la que ofrecían. Les dije que esa mentalidad subestimaba a los bugas concibiéndolos como bestias que no pueden convivir con lesbianas sin írseles encima. La moderadora del panel interrumpió la discusión.

Esta misma lógica la aplican antros bugas que restringen la entrada a chavos gays (juicio emitido, supongo, por la apariencia de éstos) “porque van a incomodar a otros clientes, a los (que sí son 100%) hombres, viéndolos con lujuria, coqueteándoles…” Como le pasó a unos amigos que, estando en uno de esos bares, salieron a fumar. Cuando regresaron a la puerta el cadenero les dijo que no podían pasar “porque había demasiados gays adentro y algunos clientes se estaban quejando”.

Proteger a la clientela no es prioridad para todos los dueños. Claramente no para los del Marrakech, en el Centro, donde las últimas veces que fui resultaba imposible moverse. De ser mi lugar favorito en la Ciudad de México para ir a bailar, sin cover, sin cadena, donde todas y todos entran, se ha vuelto en uno que prefiero evitar. La política de admitir a todos se la tomaron demasiado en serio: mientras llegue gente a la entrada, la gente entra. Aunque no haya cupo. Aunque pueda temblar sin que nadie se entere. Aunque un cliente que fue en muletas se caiga entre empujones de otros clientes que, quieran o no, tienen que empujarse para desplazarse a la barra o al baño. Esto sucedió en mi última visita y fue la gota que derramó mi vaso. Cuando me quejé en su página de Facebook, otros se sumaron y el responsable de la cuenta borró todo. No sin antes establecer puntos como “¿Para qué viene una persona en muletas?”, contradictorio con su lógica de “Todos pueden entrar porque aquí no se discrimina a nadie”. ¿Alguien considera discriminatorio que un cine no venda boletos de más o que un restaurante no te siente cuando no hay mesas disponibles?

La cosa es que, después de unos años de agarrarle el gusto, ir al antro se convierte a veces en un fastidio. Tanto que aquí estoy desahogándome y pensando si soy yo el que se pasa de mamón. Si debería ir a antros bugas y pasarla bien ahí. Si convendría aceptar que, efectivamente, el antro no es para mí.